jueves, 9 de octubre de 2014

De órganos y adicciones fuera de lugar



La semana del 4 de julio de este año, a mi cuerpo le dio con gritarme.

Una de las frases más ciertas que he escuchado, me la dijo un profesor de literatura pero la escribió un cirujano francés: “la salud es el silencio de los órganos”. Llevaba un par de semanas sintiéndome distinta, mi cuerpo demasiado consciente de sus sensaciones y sus procesos. Toda la vida he sido bendecida con tener un estómago de troquero, siempre he podido comer y beber como un hombre del doble de mi peso, sin ningún tipo de consecuencia mayor. De la nada, los mensajes eran continuos; un malestar constante, una puñalada en la boca del estómago, una incapacidad para dormir en cualquier posición, unas náuseas que venían con el hambre, con la comida, cada 3 horas sin fallar, un reverbero, una acidez como sensación estándar. Empecé a tener un sabor a metal en la boca todo el tiempo y un miedo nuevo a probar bocado. Al buscar mis síntomas, Google me regalaba en los primeros diez resultados cierta palabra particular, una y otra y otra vez… Embarazo. Como tengo fuertes tendencias al exceso y a la exageración, me hice 3 o 4 pruebas en menos de dos semanas. El resultado también fue constante y continuo: una sola línea azul, una y otra y otra vez.

Decidí ir a un médico, cosa que suele ser mi última alternativa porque siempre creo que las cosas se me van a pasar. Y si no se me pasan aguanto, aguanto bastante. Tengo el umbral del dolor inversamente proporcional a mi estatura, altísimo. Mi tolerancia al dolor suele ser impresionante (dicho por segundos y terceros). He tenido bronquitis, úlceras en las córneas y tatuajes en mis costillas que los hombres que me examinaban, chequeaban y agujereaban no podían creer que yo estuviera pasando sin siquiera respirar más profundo de lo habitual. Será porque respirar nunca ha sido mi fuerte.



En la oficina del gastro tuve una de las experiencias más traumáticas de mi vida, sin tan siquiera haberle visto la cara al médico. Me hicieron escribir cuántos tragos, cuántas veces en semana y por cuántos años me había bebido. Demás está decir que mi matemática más conservadora no era ni remotamente halagadora. Soy nieta de dos alcohólicos e hija de dos hijos de alcohólicos que no beben. Aparente y alegadamente,  el gen alcohólico suele saltar una generación. Entré al consultorio con el mismo bochorno y nerviosismo con el que solía entrar al confesionario de madera de mi escuela elemental. Para mi sorpresa no le sorprendieron mis números, sabrá Dios con qué clase de gente me comparaba. Me preguntó si sabía lo que era una endoscopía. El médico decía endoscopía y mi mente escuchaba colonoscopía. Mi abuela sobrevivió un cáncer de colon. El médico me explicaba cómo vería mi esófago por dentro con una camarita. Mi cerebro no podía aclarar por dónde llegaba la dichosa cámara allí y yo aterrorizada de preguntar cuál era la entrada principal de la camarita. Me explicó que no, que la cámara entra por la garganta y me mira el esófago y el estómago. Sentí un alivio que me duró poco, demasiado poco para mi gusto.

Podían ser muchas cosas, podía ser una úlcera, podía ser una hernia, podía ser una bacteria que te da por el agua y por el hielo, una bacteria que hay que agarrar a tiempo porque es una de las principales causas de cáncer del estómago. Y ya no escuchaba nada más. El médico decía que por mi edad, probablemente no era nada serio y yo escuchaba cáncer. El médico decía que no dolía y yo nada más escuchaba el miedo. Miedo a la palabra cáncer que rodea los espacios entre las vocales y las consonantes de mis apellidos. En mi familia hasta los perros se mueren de cáncer. Pagué la cita, escuché las instrucciones, me llevé las recetas para los sedantes, pagué el estacionamiento, me monté al carro y lloré el camino entero hasta la farmacia.

Fue una larga semana hasta el examen y serían dos semanas infinitas hasta los resultados. De la nada se me metió un pánico absurdo entre cuero y carne, sobre qué pasaría si me daba con estornudar mientras me hacían la endoscopía. Creo que no estornudé y si lo hice, no sentí nada, en efecto. Esperé 4 horas en la sala de espera, viendo la misma película que las 2 veces anteriores y siendo por 3era vez la más joven del lugar. El doctor me saludó como si nos conociéramos de toda la vida, después de todo no me ha visto desnuda (que yo sepa) pero me ha visto por dentro, eso es más de lo que mucha gente puede decir.



Una hernia, intensa, pequeñita y jodona, como yo. Nada del todo preocupante, más de la mitad del país la tiene. Que me olvide del tomate, de las salsas, de la cafeína, del pique, del chocolate, de la cafeína, del alcohol, de la cafeína, de las margaritas, de los cigarrillos, de la cafeína… Una hernia, nada grave, un cantito de mi estómago se mete por el boquetito donde va el esófago. Los diminutivos no lo hacían sonar mejor. Para mí una hernia, siempre ha tenido que ver con la fuerza. ¡Nena no hagas tanta fuerza que te va a salir una hernia! (en la voz de mi abuela). Eso tendría mucho más sentido. Herniada por un exceso de fuerza. La suavidad nunca ha estado entre los 20 adjetivos que me describirían. La fuerza sí. No soy ni de abrazar, ni de añoñar, ni de acurrucar. Soy más de pellizcar, morder y apretar. Sólo sé dar el cariño a cantazos, a borbotones, como único sé sentir.

Llevo casi 3 meses cambiándolo todo. Dándome cuenta de que la vida de uno gira en torno a los palos, a las frituras, al café. Que la mitad del menú es mi enemiga. Que los jangueos sin alcohol son una ventana a otra dimensión. Que tus panas no son tan graciosos cuando tú estás sobrio y ellos no. Que más de dos horas en la playa sin cervezas ni una botella de Champagne son demasiado tiempo y un tiempo mucho más caluroso de lo que crees. Que el espacio personal no existe entre el whiskey, la vodka y el ron y que cuando uno está sobrio la gente parece que grita más, te toca más, te irrita más. Y que si lo pasas suficientemente mal, hasta las cosas que más te gustan parecen estar demás.


No es una condición terrible, ni una enfermedad degenerativa, pero tampoco se cura. No he cumplido treinta y tengo una hernia hiatal, principios de cataratas desde los 17, mis caderas se salen de sitio desde los 16, y tengo miopía desde los 12. Lo mío son las cosas pequeñas, cotidianas, sobrevivibles, sufribles y encojonantes. Ha sido una experiencia existencial. He tocado fondo y he celebrado con Ginger Ale. Ya sé que las resacas no se extrañan y que cuando uno no bebe, tiene mucho más tiempo para leer. La claridad de todas tus noches abruma. Mi nueva búsqueda se resume en: los adictos a nada, qué les emociona de la vida. No se asusten, no estoy suicida, sólo tengo una hernia diminuta  y decidida y los días son más largos cuando uno no consume alcohol ni cafeína. Ahora cuando me enojo me duele la barriga. Quizás es la forma que tiene mi cuerpo, Dios o el universo de salvarme de mí misma y ni hablar de la pobre gente que me rodea cuando estoy
abstemia de alcohol y de café.


Las limitaciones te ayudan a reconocer cuál es tu droga. Las autoimpuestas, las sociales y las que tu cuerpo te pone porque en el fondo no da para más. Entonces ya sé cuál es la mía. Quizá siempre lo supe, pero la más que consumes no necesariamente es la más que te hala. La más pública no siempre es la que más pesa. Y la mía es el café. Lo requetecomprobé. Después de 2 meses sin tan siquiera acercarle la lengua, que se sintieron como 2 largos y agonizantes años, me lo volví a encontrar. Me dejé creer que como las migrañas me habían bajado y mis cambios de humor se habían estabilizado, lo había superado. Pero no, nuestro reencuentro fue tan mágico como me temía. La usual taquicardia me empezó desde la mañana en la que decidí premiarme. Yo iba a las millas y el universo detenido, en cámara lenta, estirándome la angustia. Parecía que el mundo quería protegerme de mí misma, de mi hedonismo autodestructivo, de mi fatal tendencia a caer una y otra y otra vez. 

De asomarme a la puerta, el olor me cosquilleaba la nariz y la columna. Me dio pudor imaginarme a la gente leyendo mis intenciones, la gente sabiendo que no debía hacerme un daño como ese, que la recaída sería peor que todas las anteriores juntas. Me temblaban las manos y quizás hasta las rodillas. Entonces la sonrisa esa idiota, el sobeteo de la taza con los ojos, el amor ese raro que siempre nos tuvimos, o mejor dicho que yo le tengo, la reciprocidad es siempre confusa en estos casos. Tan pronto me acerqué fue como si el tiempo no hubiese pasado, como si esta fuera la segunda taza del día, como si olvidara instantáneamente que tengo literalmente un pedazo de órgano fuera de sitio por ese amor.  Se me aguaron los ojos del placer. Me lo bebí lento pero sin pausa, hubiese querido tomarle fotos, pero en las fotos no se fijan los olores, no se plasman las sutilezas, no se escuchan las voces. Fui feliz. Tan feliz como solo un cuerpo en necesidad y luego satisfecho puede sentirse. Entonces me entró el júbilo, la falsa sensación de complacencia, de que esa felicidad puede estirarse, puede existir en un espacio distinto y en cantidades diarias. Me convencí de que necesitaba más sorbos y de que mi cuerpo podía resistirlos. Sentí ganas de cantar, de cambiar mi vida, de salvar el mundo, de salvarme a mí.  Fui dolorosamente feliz por una hora y media. Y entonces el bajón, el cuerpo quejándose, la realidad golpeándome el esófago, el cerebro en negación, las endorfinas en retirada, la vida diciéndome que no se puede ser feliz viviendo en una taza de café, ni tan siquiera una sola vez al mes.



domingo, 11 de mayo de 2014

Sin turulete

Mi cuerpo es un tipo bien organizado y maquiavélico. Soy despistada en general, no porque no recuerde las fechas importantes, sino porque usualmente no sé en qué día estoy viviendo. Sin embargo mi cuerpo tiene un sistema infalible para recordar. Los magos nunca revelan sus secretos, así que no tengo la más mínima idea de cómo lo logra. Su especialidad son las fechas tristes, los aniversarios de partidas, lo que hubiesen sido cumpleaños, las celebraciones que ya están inevitablemente rotas por los siglos de los siglos, amén.

Extrañar nunca se me ha dado bien. He podido formular una manera romántica de hacerlo, pero en términos prácticos el extrañar no me sale natural. Lo tengo que trabajar, maquinear, numerar, recordarme que se supone que me sienta de esa manera, hacer una lista mental de lo que falta y ¡zas!, extraño. A mis 4 años, despedí a mis papás el primer día del colegio con la mano y sin mirar atrás, como si fuese nada. Quizás tiene que ver con que fui a muchos funerales de chiquita y católica al fin, a muchas misas, rosarios, novenarios y letanías.

Mi abuela organizaba los rosarios en su casa. Se encargaba de todo, los invitados, el chocolate caliente, el queso de papa, las galletas danesas en su lata siempre azul, café con media, flores del patio, velas al santo, casa limpia, recordatorios por teléfono en tiempos en los que el teléfono era de rosca y había que marcar número a número para que a nadie se le olvidara ir a rezar. Mi abuela siempre fue buena para los nacimientos y las muertes. Adivinaba el sexo del bebé por la forma de la panza, te aseguraba si venía hermanito o hermanita de acuerdo a la localización del remolino en la cabeza del primogénito. Las muertes las manejaba con clase y naturalidad. Nunca la vi perder la compostura ni guindarse de la caja de un muerto a llorar. Lo de mi abuela nunca fueron los excesos. Mi abuela era literalmente toda una dama, directamente del Barrio Venezuela y podía dar clases de etiqueta a cualquier duquesa. Extraño a mi abuela. No solo cuando la gente se muere y los creman sin anuncio y sin llantos. La extraño a diario.




Así como pienso en la voz de Dios como la de Morgan Freeman, pienso en la voz de mi abuela como la parte recta de mi conciencia. Cuando niña la escuchaba diciéndome que si me tragaba las pepitas de las parchas, me crecería un árbol en el ombligo. De adolescente la escuchaba diciéndome que si dejaba que me tocaran la rodilla, dejaba que me tocaran todo lo demás, de adulta la escucho regañándome cuando me robo bolígrafos de restaurantes, cuando bebo de más, me parece escucharla diciéndome que salí a mi abuelo o si intento decir una mentira, la oigo, que no hay mentiras blancas, todas son mentiras y ya.

Usualmente cuando más la extraño, amanezco con un antojo terrible de desayunar cremas. Así que si tengo la fortuna de que sea un sábado, pongo bien bajito a hervir la leche, echo la harina que tenga a la mano, cáscara de limón, clavitos, raja de canela y azúcar y lloro mientras espero a que se cueza. Mi abuela decía que si mirabas mucho lo que estabas cocinando, no se hacía, se pasmaba el hervor, la carne no ablanda, el tenedor no traspasa la papa, la crema se tarda una eternidad. Así que lo hago a propósito, para que la farina me deje llorarla un poco más.

Siempre he intentado entender los más grandes fenómenos emocionales y existenciales desde los cuerpos. El amor mismo, su franca decadencia, su inevitable deterioro, si el amor está compuesto de dos personas de cuerpos degenerativos, pues no podría ser de otra forma. Para ciertas cosas me gusta lo concreto. Por eso siempre he detestado la física y la geometría. No puedo asociarlos a ningún tipo de cotidianidad.

Mi abuela era buena con la mente y con las manos. Sumaba al chavo la compra sin mediar calculadora. No era muy cariñosa, recuerdo restregarme en su falda como un gato para que me acariciara. Sin embargo, me cosía trajes para mí y mis muñecas, me cantaba turulete, me mecía en el sillón, me sacaba los piojos, me compró mi cama de Xuxa, me cocinaba lo que yo quisiera. Su amor era menos físico, sin dramas ni complicaciones, era sencillo, contundentemente práctico y mucho más concreto.


Mi abuela sobrevivió un cáncer, pero el Alzheimer se enamoró de ella, de sus manos que cosían y cocían, de la dulzura de su voz, de cómo cualquier planta se le daba, de su patio siempre prendido, de cómo dibujaba como si retratara con las manos, de cómo se persignaba cuando yo decía barbaridades, de cómo con 4 cosas cocinaba un manjar.

Cuando mi abuela empezó a olvidar, a cruzar nombres, a cocinar lo no comestible, a mentar muertos como vivos y vivos como muertos, cuando comenzó a sospechar que le robábamos, cuando pensaba que le mentíamos y nos rogaba a gritos que la devolviéramos a casa de su mamá, ahí fue que entendí el concepto de extrañar. Cuando mi abuela se enfermó, cuando su mente empezó a diluirse, ahí fue cuando realmente conocí a mi mamá. Entendí de qué mi madre estaba hecha, cómo es que amamos las Pérez. Las citas al neurólogo, las pastillas a las horas exactas, el intentar formarle conversación, el repetir las cosas en exactamente el mismo tono y con el mismo amor, las múltiples notas escritas por toda la casa, la paciencia, el no llevarle la contraria, el sacarla de la casa, darle una vuelta y devolverla a ver en cuál de las vueltas se acordaba de que esa era su casa desde el principio.

Voy a cumplir 30 años y nada es como pensé que sería. Hay algo con la cercanía a la 3era década que le da a una (o sea a mí y a este cuerpo caprichoso) con cuestionárselo todo, desde los genes pasados hasta los genes futuros. Encima, hay un ajoro interno de lograr cosas, de ponerse fechas como si de la nada alguien hubiese encendido un conteo regresivo y tuviese una bomba a punto de estallarme justo detrás del ombligo. Pero todo parece medio incompleto y sin propósito desde que ella se fue. Me inunda de tristeza que mi abuela no hubiese visto que me gradué de derecho, me da mucha pena que no hubiese conocido a mi compañero de vida, que no viera la versión mía de ser tití. Aunque por otro lado, podría ser un alivio que no se haya enterado de que soy divorciada, que tengo un tatuaje, que hace 2 elecciones que no voto, que no se me da ni una mata de recao y que escribí una novela donde ella sale y tiene más de una escena que la harían santificarse y soltar unas cuantas “Ave María Purísima”, pero bueno… A mis 17 mi abuela ya me estaba diciendo que una nena tan linda no se podía quedar a vestir santos. ¿Qué pensaría mi abuela si me viera a los 29 sin hijos ni planes de tenerlos? Y ahí es que la matemática me jode.

Siempre quise ser más abuela que mamá. Ujúm, problemas con el compromiso desde antes que la vida me diera razones para tenerlos. Sé que sería la abuela más divertida del universo sin lugar a dudas. Pero el rol que toca antes me aterroriza. Entonces sumo y resto, no creo que la vida me dé para ser hija, madre y abuela. Dudo que pueda programar en etapas toda esta intensidad. Pienso en la edad que tendrían mis padres si algún día me decido a multiplicarme y no hay manera de que pueda regalarle a mis hijos no nacidos ni planificados una abuela joven y llena de energía, sin regalarles a una madre ajorada, resentida y pelá.


Por ahora he intentado hacer las veces de... Hornear el pernil de Nochebuena, hacer el coquito de abuela, lo cual es imposible porque soy incapaz de abrir un coco con un machete y abuela no tenía una versión de nada que no fuera “from scratch”. He intentado replicar el jamón con piña de despedida de año, la ensalada de papa con ingredientes que ni como, agarrarme a lo poco de ella que heredé. Pero no me sale ser tronco. Mi abuela nos daba una excusa para juntarnos, una cuasi obligación de reunirnos en su casa, dejar todo de lado y ser gente civil y amorosa por varias horas. Detener el paso del tiempo, recordar aquellas épocas donde todo era más sencillo o parecía serlo. Ahora es diferente, ahora juntarnos es recordar ausencias. Ya no hay un ente regulador que no nos deje sacarnos cosas en cara. No hay un árbitro que regule las malas palabras o mantenga los chistes colorados a cierto nivel. Lo he intentado, hacer el pavo en mi casa con todo y el asco que me dan las aves muertas, invitar a todos con sus respectivas parejas y disparejas, y hasta hornear un pernil de 34 libras. Pero siempre hay algo, una familia nueva, un horario de trabajo que no se ajusta, una custodia compartida, otro compromiso y al final de todos modos abuela no está, mi coquito está hecho con ingredientes enlatados y aunque nadie se dé cuenta, yo lo sé. Y no hay forma de guardar, preservar y volver a experimentar los sabores, los olores. Siempre siento que le falta algo a la ensalada, que no hay celebración si no le compramos la caja de chocolates rellena de cherries, los jabones marca Maja para las gavetas de la ropa, no hay quien nos obligue a comernos las 12 uvas a la media noche, a sacar la maleta a la calle para los viajes, a tirar el cubo de agua desde el balcón, faltan las alusiones a Muñoz Marín y el salmo 23 cuando las cosas se salen de control.


Cuando abuela se fue, no hubo un funeral, ni muchas misas, ni rosarios, ni novenarios, para nosotros había sido una pérdida demasiado larga. Me gusta pensar que alguna viejita agradecida los habrá hecho en su casa sin que faltaran galletas danesas ni chocolate caliente con queso de papa. Después de años enferma de olvido, recuerdo el alivio que sentía, el triunfo diario de que me llamara por mi nombre, así como recuerdo la primera vez que me preguntó que quién era yo. Estuvo yéndose por casi 10 años, hasta que por fin se fue. Quizás por eso no tengo prisa de ser mamá, aunque me sobren los buenos ejemplos. No tendré a mi abuela para que me adivine el sexo del bebé por la forma de mi barriga, ni que esté en el parto para confirmar su apuesta (capricorniana al fin le encantaba ganar), para que me diga qué será el próximo sin siquiera darme tiempo a decidir si quiero otro, no estará abuela para ponerle de inmediato una manito de azabache, para prenderle una vela, para cosernos ropa con la misma tela para la foto familiar.

Abuela no está y toda celebración es un recordatorio. No quiero  ni puedo olvidarme de esa ausencia, de ese dolorcito en el pecho que no se quita aunque se suavice intermitentemente, porque dolerme la mantiene cerca, y olvidarme sería una vez más, volver a perderla.