viernes, 31 de diciembre de 2010

de montañas rusas y otros masoquismos



No quiero que se acabe. No quiero que se acabe. No quiero que se acabe. Como las montañas rusas que nunca me bastan. Aunque odie ciertas curvas, aunque se me salgan las lágrimas por la velocidad, se me cierre el estómago, grite como una demente, se me dibujen nuevas líneas de expresión por mis muecas de histeria, aunque haga una fila de dos horas y la emoción me dure minuto y medio, aunque termine con nudos nuevos y estrenando espasmos. No quiero que se acabe. Porque siempre he pensado que la cosquilla, esa fracción de segundo de un placer casi doloroso, la quiero enfrascar, retenerla al precio que sea, cuésteme lo que me cueste.
No, no encontré el amor este año, no publiqué mi primer libro, no me pegué en la Lotería, no viajé a Europa, no pude ver el concierto de Estopa, cosa que sufriré hasta que logre verlos en vivo, no perdí las 10 libras que me propuse, tuve las peores notas de mi vida, mi abuela no mejoró si no al contrario pareciera que lo hubiese olvidado ya todo, (un todo que me incluye, que me encierra, que me chupa y hasta a veces me traga mi propia memoria), administré mi dinero de la manera más pobre posible (nunca la palabra pobre ha sido tan bien usada, modestia aparte), mi crédito empeoró al nivel del desahucio, me caí físicamente en muchas ocasiones, renové mi contrato con el suelo infinitas veces y de las otras caídas ni les cuento, me sigo chupando el pulgar izquierdo con mayor insistencia y menos pudor y mi pelo está históricamente en las peores condiciones hasta el presente.
El otro día le dije a una amiga, sin pensarlo dos veces que este había sido de los mejores años que he tenido. Frunció el ceño, lo cual es totalmente entendible. Teniendo en cuenta que este año firmé mis papeles de divorcio el día de la candelaria, me divorcié el fin de semana de San Valentín y me vi en la mismísima prángana como 8 de los 12 meses. Me las vi feas, feas. Pero mis conceptos de lo que es mejor, de lo que es deseable, de lo que es sexy, de lo que es mucho, lo que es poco, lo que es normal, lo que es hermoso y lo que no lo es, no necesariamente representa los conceptos de la mayoría ni siquiera entre mis amigas.
Me ha pasado desde siempre, en mi primer año de universidad tomaba clases con uno de los profesores más brillantes y mezquinos que he tenido en mi vida. Era escorpio, abogado criminalista y enseñaba humanidades por puro placer y sadismo. Preguntó a viva voz a las compañeras mujeres que si tuviesen que escoger entre Héctor y Aquiles en la Ilíada, que con quién se quedarían, si con Héctor, el caballero, el honorable hombre de palabra o con Aquiles, el violento, el impulsivo, el macharrán. Hicieron una típica votación manos arriba y todas, absolutamente todas subieron las manos en Héctor. Yo sólo me reí, como único sé reírme; como bruja. Y el profesor me miró y me dijo: “Trujillo Alto, ¿de qué usted se ríe? (se me olvidó mencionar que el profe nos conocía por pueblos y se negaba a aprenderse nuestros nombres y apellidos) Usted se ríe porque usted es la única mujer honesta en este salón. Usted es la única que se atreve a confesar que usted escogería al salvaje de Aquiles en vez de al caballero de Héctor, porque se aburriría, porque usted se conoce y usted sabe que le gusta que la zarandeen.”
El 2010, como mis amantes favoritos, me ha zarandeado. Empecé el año con una ilusión entre ceja y ceja. Cuando llegó el mes de marzo, ya se me había salido por los ojos a lágrima limpia. En el mismo medio del año la traje de vuelta para agujerearme la caja del pecho y en el último mes logré bajármela hasta las ingles. Porque en este año me he vuelto más caprichosa, menos decidida pero más precisa, más dispersa pero más concreta, más loca pero también más resuelta. He aprendido a neutralizar a las 17 mujeres que viven en estas sesentayuna pulgadas y media, he encontrado la plataforma perfecta para hablar sola con audiencia de 140 caracteres en 140 caracteres y he encontrado grandes amigos y mentes geniales en seres cuyos rostros ni siquiera he visto. Sí tengo una adicción a Twitter y por eso me tomo el atrevimiento de cruzar las barreras de las redes sociales, además de que ahora para mi sorpresa vivo de eso. Igual que el mayor golpe del año lo recibí por medio de un tuit. Me lo dijo Jay Fonseca en un tuit de menos de cien caracteres.
Y a veces voy a la playa y me siento sola en la orilla y le hablo a Julio. Porque como yo no estaba suficientemente loca ahora lo siento en el mar y tan pronto me meto al agua una ola me da un cantazo y me erizo completa y acto seguido le pido perdón porque no sé dejarlo ir y procedo a pelear con él y le cuestiono y le cantaleteo que por qué carajo tenía que seguir brincando, que por qué 300 saltos en el aire no le fueron suficientes, como si el exceso no fuera lo único que nos unía. Y me visitó en sueños de nuevo la noche de mi cumpleaños, me abrazaba y me abrazaba y yo en el sueño lloraba y él a carcajadas me decía: “¿Pero serás boba Edmaris? Si todo sigue igual”. Y rezo de rodillas, porque este año la vida me dio y me quitó al primer sacerdote que me erizaba la piel en dos horas de sermón y me dio suficientes razones para congregarme y hasta escucharlo de vez en cuando sentada en el piso, porque llego tarde hasta a lo que algunos le llaman encuentros con Dios. Yo iba a escuchar un hombre que me recordó que alguna vez tuve una fe, y me zarandeó el intelecto y el espíritu lo suficiente como para sentirme que me hacía falta algo más. Y todas las noches rezo y le pido a Dios que Julio me deje en paz y que me deje dejarlo ir en paz, pero con la cláusula condicional de que de vez en cuando venga a abrazarme en sueños porque me aterra olvidarme del sonido de su risa y de su voz.
Y estoy agradecida de lo que me ha dado la vida este año. Estoy agradecida de la gente espectacular que tengo o que han pasado por mi vida. Pues sí, aprendí cosas de un cura colombiano que apoyaba el divorcio, la convivencia, las uniones homosexuales y me enseñó que cualquier cosa que te haga ilusión es una bendición. (probablemente por eso lo mandaron a Colombia), aprendí a dar gracias todos los días por la gente que llegó , por la gente que se quedó y por la gente que se fue. Porque así funciona la vida, la energía, las corrientes de agua, las moléculas, y hasta esa cosa tramposa que le decimos amor. Y es menester dar gracias, gracias por tener mujeres que te aguantan la mano mientras un desconocido te agujea las costillas, mujeres que te rescatan de una mañana resacosa y te llevan a desayunar, te llevan a la playa y luego te ordenan una batida de papaya, mujeres que vuelan después de años por el mundo y parece como si se hubiesen visto esa misma mañana, mujeres que hacen feliz al ser que más amas en el mundo y cargan a tu sobrina nueve meses, en lo que se atreve a salir, mujeres de opiniones distintas, que te dicen que te tires por el precipicio si es lo que llevas deseando, que te dicen que te asomes pero que tengas cuidado, mujeres que se ofenden cuando tomas otra mala decisión o cuando tomas la misma decisión por tercera vez en el mismo año y tienes que callarte porque en el fondo sabes que tienen derecho porque les toca recoger tus pedazos cada vez que te destrozan.
Es compulsorio dar las gracias por hombres que te bañan con sus dos manos, hombres que te hacen reír hasta cuando no tienes ropa, hombres que jamás te verán desnuda y aún sabiéndolo te pagan el almuerzo, cenas y cervezas, hombres que pacientemente esperan para que el frío alguna noche sea suficiente, hombres que se mueren y vienen algunas noches en tus sueños a abrazarte, hombres que sabiendo menos y sin conocer tus dolores te protegen de golpes más pequeños, de torceduras de tobillo con las que podrías bailar salsa en tacos de alfiler. Hombres que perdonan que tu alma esté en otra parte, hombres que se dejan seducir no importa lo ebria que estés.
Este año ha estado lleno de palabras mal dichas pero bien recibidas, de darme cuenta que el orgullo no me sirve de nada, porque después que Julio desapareció de este plano le doy al cuerpo y al alma lo que me piden porque él estaba más que listo para irse sin saberlo y antes de que eso pasara yo lo dejaba todo siempre para mañana, si quiero decir “te quiero” lo digo, si quiero decir “te extraño” lo escribo, si mi cuerpo se encapricha lo comunico, si quiero amanecer contigo también te lo digo. Porque no perdono ni me perdonaré un solo “debí haberte dicho”, “debí haberte abrazado”, “debí haber dicho que sí”, “debí haberte contado”, ni uno más.
Voy a ser implacable con la posibilidad de futuros “lo que pudo ser”, voy a ser intolerante con la intolerancia, violenta con la inercia, egoísta con dificultad. Porque en esta vida he cedido demasiado, cedí demasiado y por eso amo este año, porque no cedí, no me cedí y fui intransigente con lo que soy, viví por primera vez en años estando viva, haciendo lo que me da la gana, cargando mis propias culpas, mis propios miedos, mis malos juicios, mis mejores maldades, mis más deliciosos placeres, los cargué yo sola. He aprendido a estar sola y todo lo que eso representa. He cambiado bombillas, destapado inodoros, matado cucarachas, limpiado el asqueroso filtro del fregadero (aunque fuese arqueando) y he conseguido el dinero que he necesitado de alguna forma u otra. He comido lo que me ha dado la gana, he besado las bocas que me han apetecido y he desnudado a quienes se han dejado y ni forzándome, ni por un solo segundo logro arrepentirme de absolutamente nada.
Amo este año porque volvieron mis plumas, mis minifaldas, mis carcajadas, mis llantenes, mis rabietas, mis furias, mis pasiones. Amo este año porque ni por un momento he olvidado que estoy viviendo, que me caigo y la piel me sangra, me corto y me arde, mi país se hunde y me duele, mi universidad me la arrebatan, me la violentan y me indigna. Amo este año porque aprendí a sentir, a preocuparme porque mi sobrina venga a un mundo sin posibilidad de una educación accesible, sin derecho a aprender en un foro libre, como era mi universidad, quiero que ella sea sabia, tenga opiniones aunque no sean las mías, pero que no padezca de ignorancia, que no sufra de desconocimiento, que jamás sea víctima de la indiferencia. No sé si es el tiempo o las pérdidas o la súbita claridad que dan las tragedias, pero últimamente me paso sufriendo dolamas que antes entendía ajenas. Me duele la gente sin casa, en especial los días de lluvia como una extensión de mi barrunto, vivo aterrada de atropellar a un vagabundo, me paso sintiéndome culpable del hambre y del analfabetismo y con ganas de hacerme rica para montar un refugio de animales, para dar educación sexual a los adolescentes fuera de instituciones religiosas o gubernamentales que terminan siendo la misma mierda. Y como todo en esta vida, no sé por dónde empezar porque me dan más de tres opciones y automáticamente me paralizo, me bloqueo.
Ando fascinada con cosas que antes me parecían normales, lo impresionante de la mecanografía, esa conexión casi mágica de mi cerebro con mis manos, con un teclado, con una computadora, que sin mirar sé cuándo mis dedos saltaron una letra o repitieron otra. Ando asombrándome porque mis pies (que casi no tienen coordinación motora alguna) automáticamente saben acelerar y frenar un carro y si me preguntaran con cuál se acelera y con cuál se frena tendría que detenerme a pensar para contestar.
Este año aprendí a identificar los lugares donde puedo estar sola sin sentirme sola. Sitios donde no quiero llevar a nadie que me los arruine, lugares donde los meseros me dicen princesa, me traen sólo un menú, bartenders que me ponen la cerveza en frente sin siquiera preguntarme para que me dé el primer sorbo directamente de la botella y aunque sea por una fracción de minuto, y aunque sea porque ando escotada o porque doy buenas propinas, en ese sorbo trasciendo los códigos de orden público y me siento victoriosa. Gente que no se asombra con la cantidad de comida que soy capaz de consumir por mí misma y no intenta montarme conversación. Es difícil en un país como este que la gente respete la soledad en general, ni hablar de la escogida.
En este año logré ver el país desde un avión dos veces, me tatué por primera vez y descubrí una incipiente adicción de mi piel a la tinta, fui a más conciertos que nunca antes, tuve más de una atracción masiva (como diría un amigo genial que tengo), fui a más bodas que nunca en mi vida, me volví experta en brindis, me reí como hace años no lo hacía, me dolió la clavícula y regresaron las punzadas de pecho, casi siempre por motivos felices, mis córneas se resintieron, bailé como nunca antes, mi cadera se desencajó en momentos especialmente inconvenientes, me amanecí como si fuese adolescente, lloré hasta quedarme sin aire, encontré un trabajo que para mi sorpresa me fascina, me he vuelto más voluptuosa, tengo un romance intelectual con un jevo tuitero, sigo amando y viendo a Iván y me siguen importando tres cominos que la gente lo entienda o no, voy a ser tía, estoy escribiendo una novela, regresaron amigas perdidas, se me agudizaron los vicios, tuve recaídas en ciertos cuerpos, he celebrado mis errores, tuve una cómplice en todas mis noches de juerga, y lo más importante del 2010 es que me gusto. Me he vuelto a gustar, me gusto mucho, lo suficiente para no querer cambiar por nada ni nadie, para no tener resoluciones que conlleven nada más que amarme más y mejor, que concederme los placeres culpables o inocentes que quiera y que me merezco, para atreverme a decir en voz alta hasta frente a figuras de autoridad mi opinión por ofensiva o disidente que sea. Esto es lo que soy, esto es lo que hay, celebro los #triunfos pequeñitos, lloro y abrazo mis grandes tragedias, reconozco lo defectuosa que soy, lo contabilizo y lo asumo, y me añoño porque en ocasiones he sido perfecta con lo poco o mucho que he tenido. Por eso le doy gracias al 2010, por permitirme ver aún con las córneas manchadas lo hermosamente dolorosa que es la vida y por ponerme en mi vida gente que estuvo conmigo al menos uno de los 365 días para besarme, abrazarme, gritarme, llorarme, morderme, pellizcarme, desnudarme, alimentarme, ayudarme, consolarme, animarme, contestarme, masajearme, y dejarme saber que nunca estaré sola ni tendré motivos para aburrirme. Pido lo suficiente para lo próximo y al 2011, que me ame, pero sólo si se atreve.



domingo, 7 de noviembre de 2010

de olvidos y desnudos




Tendré 26 años en poco menos de veinte días. Cuatro intentos de carrera diferentes. Experiencias laborales que parecerían no tener absolutamente nada en común excepto el hecho de que comparten espacios en un resumé con mi nombre arriba. Mido cinco pies y una pulgada y media que nunca menciono porque a la gente le da risa el falso intento de enaltecerme. Durante los últimos diez años he pesado entre 110 y 130 libras dependiendo de mi felicidad o mi miseria, no necesariamente de maneras proporcionales. Soy escandalosa, hablo alto, me río vulgarmente, rara vez articulo un párrafo que no tenga una cuarta parte compuesta de vocabulario soez. Tengo estómago de hombre, hígado de hombre y apetito(s) de hombre. No tengo coordinación motora y tropiezo con el aire, a mi hermano esto le fascina y lo adorna con un infalible: quién te empujó. Por alguna extraña razón que desconozco le vuelo el taco izquierdo a todos mis zapatos. Gasto los labiales tan y tan diagonalmente que llega el punto en que no se pueden usar aunque no se gasten porque se parten al intentarlo. No tengo etiqueta de mesa (creo que tampoco de cama), no porque no me hayan intentado enseñar si no porque muy en el fondo (y notablemente a la vez) no me importa. Soy regona y caótica casi por definición. Hace muy poco esto empezó a avergonzarme. Si me despisto o me pongo nerviosa me chupo el pulgar izquierdo. Hay tres partes de mi cuerpo que no me gustan en lo absoluto y que nunca menciono porque no tengo intención de atraer la atención hacia a ellas. Sólo mis amigas más cercanas o aquellos que han intentado por suficiente tiempo amarme las conocen. Nunca he conocido a alguien que se aburra de mí, no aburro, abrumo, es otro talento inútil de los que tengo. No me corto las uñas ni me desenredo el pelo, ni me saco las cejas. Pago por eso. No sé planchar. Daño ropa todo el tiempo. El otro día me dijeron que hay que ser arrogante cuando se escribe y modesto cuando se edita. Así que aguántese que aquí voy. Cocino divinamente bien aunque ya casi nunca lo hago, porque cuando corto cebolla me echo a llorar y no por la cebolla, si no porque me recuerda una época de mi vida donde cocinaba por todas las razones equivocadas y con toda la intención de reparar con comida lo que ni con mis palabras ni con mi cuerpo era remendable.

Una vez una profesora chilena nos contó que cada vez que ella escuchaba una campana le daba un ataque de pánico, porque ella vivió la dictadura y cuando joven tocaban la campana antes de las ejecuciones. Y creo que así funciona, mientras uno más vive menos cosas preocupan y más cosas aterran. Mi crédito está destruido, no tengo en qué caerme muerta, llevo más de tres meses esperando un cheque de préstamo estudiantil que parece negarse a llegar a mi cuenta de banco para que yo pueda dejar de deberle una vela a cada santo del almanaque Bristol y yo sigo saliendo y comiendo y bebiendo como si tuviese un plan B. Porque le he perdido el respeto a los dolores que son más arriba de la clavícula y más abajo de las costillas. Por lo mismo que dejo que me hagan cosquillas sólo (sí sólo de solamente y solo de soledad y ni la RAE ni la madre que me parió me a quitar el placer de acentuarlo) del cuello para arriba y de la cintura para abajo. Pero ni muerta cerca del corazón. Porque en mi nuevo trabajo enviaron un e-mail para hacer una actividad de oficina para irnos todos a Toro Verde y tirarnos por unos cables encima de un bosque y yo leyendo el correo electrónico dentro de un salón de clases leí palabras que hace menos de dos meses no tenían el menor efecto en mí, pero después del 5 de septiembre todo eso ha cambiado y leer pies de altura y millas por hora que dependen de la velocidad del viento hacen que me beba las lágrimas mirando la pantalla del celular mientras un profesor habla de ética profesional. Porque la muerte de Julio no deja de dolerme. Y por eso no escribo. Y por eso a veces lloro en la bañera porque puedo escuchar su voz en mi apartamento y por eso mis problemas económicos y el resto de mis traumas solitarios me dan vergüenza.

Me avergüenza haber llorado porque alguien no me quiso, me avergüenza haberme dejado caer porque alguien se fue sin despedirse, me da rabia conmigo misma porque he dejado que me duela que alguien haya decidido no quererme porque soy divorciada, porque soy muy fuerte, porque soy pornográfica, porque no tengo otro nivel de intensidad que este. Mientras una hermana perdió a su hermanito en el aire. Y como los miedos que tengo son tan traicioneros, me da miedo celebrar que mi hermanito va a ser papá. Y aunque tengo el temple de funcionar en crisis, y aunque tengo el carácter (formado a fuerza de golpes) de ser totalmente funcional aunque tenga múltiples escapes en el cuerpo y en el alma, me paso la vida manejando crisis que no son mías. Y con esta misma voz que tengo y que no me pega con el cuerpecito éste (mi abuela decía que Dios no le da alas al animal ponzoñoso) le digo a mi madre que celebre la vida, que las cosas pasan por una razón, que nos hacía falta una ilusión, con esa misma voz me digo a mí que no me ilusione demasiado, que deje de hacer planes con una vida que todavía no está formada, que tenga cuidado con enamorarme de nuevo de un bebé que no me pertenece. Que ya yo debería saber más que eso y saber que ser madre de un niño que no es propio es una sentencia de muerte. Es un dolor perpetuo. Es una impotencia que no conoce de lógica, ni de derechos legales, ni de custodias compartidas, ni de divorcios, ni del bienestar del menor. Me digo que me mire a mi misma, que deje las putas reincidencias, porque soy experta en equivocarme de las misma formas y con la misma gente, como si sintiera que es menos malo cuando uno ya conoce a fondo ese mismo tipo de golpe. Porque no extraño a mi ex, aunque la gente jure que es imposible. Pero extraño a Iván, extraño sus preguntas geniales, su visión de un mundo que sólo conoce hace apenas 6 años, extraño su risa en las mañanas, sus críticas crueles y honestas, extraño que me diga mientras escribo, Edmaris no llores, no hay razón para llorar. Y quizás por eso le canto nanas a mis perros, porque a veces tengo el triste presentimiento de que mi cuerpo no está hecho para maternidades propias. Falló en su primer intento y los sagitarios nos frustramos cuando las cosas no nos salen a la perfección a la primera e incongruentemente la Ley de Murphy me persigue para adiestrarme, para intentar mejorarme.

Y estoy escribiendo una novela, una novela de olvidos y desnudos. Y escribirla duele, cada párrafo es un desgarramiento, es revolcarme otra cosa que no está resuelta dentro de mí. Y mi mamá literaria me dice que no me resuelva, que si nos resolvemos nos ponemos a escribir autoayuda. Que llore, que prenda velas, que me tire gente. Que use rituales, que ella sabe que me funcionan. Porque a mí nada más se me ocurre tener una mamá literaria bruja, como si con la biológica no fuera suficiente. Y escribir de olvido y de desnudos es andar con la nostalgia mondada. Y antes yo no sabía extrañar, a los cuatro años les dije adiós a mis papás en mi primer día de clases sin siquiera mirar atrás. Y últimamente me paso extrañando, extrañando a Diana que está en Sevilla y que a veces la necesito para que me ponga los pies en la tierra, para que me resuelva, para que me dirija, para que me cocine, para que me diga que todo está bien y me cante “The Way You Look Tonight” extraño a Daly que está en Texas, extraño su risa escandalosa, su humor tan negro como el mío, extraño nuestra amistad homoerótica, extraño a mi antiguo jefe, su mirada triste y mediterránea, nuestras eternas peleas, mis intentos fallidos de curarle lo de republicano, de explicarle la pobreza, de justificarle las protestas, extraño a Helga que sin hablarle sabía que necesitaba un té y una pastilla de valeriana, extraño a Kayla, que me abría su oficina y cerraba las puertas para escuchar con asombro mis loqueras y reírse sin regañarme, extraño a Elena, que no la veo desde el día de mi boda, extraño a Raúl que me cantaba la Bikina, extraño a Lauri que me contaba de sus puterías, y hasta en los peores casos extraño a John y sus mensajes ebrios aunque no nos llevaran a ningún lugar, aunque yo haya decidido dejar de leerlo para que dejara de dolerme, extraño a Amelie y me duele hasta ver su nombre escrito en la carátula de una película, extraño a mi tía, aunque me drene cuando hablamos, extraño a mi abuela que sigue estando ahí y me mira con sus ojos sin de verdad mirarme y sonríe cuando le canto “Hasta que te conocí” y yo regreso infaliblemente llorando hasta a mi casa.

Y así voy a recibir mis 26, pobre como siempre, sola por primera vez, casi tía, mejor amiga que antes, más nostálgica que nunca, menos preocupada y más aterrada, con la misma claustrofobia insular de cuando regresé de España, con menos esperanzas, un poco más alcohólica, con medio manuscrito, trabajando con gente más joven que yo por primera vez en mi vida, cumpliendo un número más alto de años que la fecha de mi cumpleaños por primera vez, más confundida y con menos respuestas, sin un proyecto de vida, con una costilla tatuada, más complicada que antes y mucho más fácil, más contradictoria, con el mismo maldito gusto este por los hombres brillantes que suelen tener coeficientes emocionales inversamente proporcionales a sus coeficientes intelectuales. Sigo con mi mala costumbre de ser la cazadora, de no saber dejarme conquistar, de frenar al que intenta quererme, de luchar por estar arriba, de negarme a editarme y a tener solamente esta versión sin censura, gústele a quien le guste y espántele al que le espante. Con la estrategia fallida de que si me quieres querer quiéreme con el apartamento en pedazos, porque nunca más en mi vida alguien se va a negar a tocarme porque la casa no esté recogida. Si me quieres querer, que sea así defectuosa, difícil, jodida y quizás me animo y un día vuelvo a cocinar, quizás un día vuelvo a bailarle la danza del vientre a alguien de regalo de cumpleaños, quizás algún día me animo y hago ejercicios y como mejor y vuelvo a pesar 110 libras. Quizás algún día me presto al juego absurdo de esperar a la tercera cita, quizás algún día me peino porque sí, quizás algún día vuelvo a ser ejemplar, quizás algún día me vuelvo presentable, quizás algún día. Lo dudo, pero quizás.





lunes, 13 de septiembre de 2010

duelo al vuelo



No quiero morir sin antes haber amado,
Pero tampoco quiero morir de amor.
Calaveras y diablitos...
Invaden mi corazón.

Yo a vos no le creo nada
¿Cómo vos vas a creer en mí?
Universos de tierra y agua
Me alejan de vos.

Las tumbas son para los muertos
Las flores para sentirse bien.
La vida es para gozarla
La vida es para vivirla mejor.

Calaveras y diablitos...
Invaden mi corazón
.


Llevo días evitando escribir una elegía. Pensando en que tengo que ser funcional e intentando rechazar las ganas irresistibles de escribir. Se sienten como cuando uno se está orinando encima en el medio de un tapón y uno sabe que no va a llegar, entonces uno trata de tararear la canción de la radio, de pensar en margaritas amarillas, pero cuando viene a ver ya te tiemblan las manos, ya las rodillas tienen flexiones involuntarias y tienes la piel completa erizada y tienes punzadas púbicas de las malas y respiras profundo rezando que te dé tiempo a llegar, que alguna cuestión milagrosa trabaje a tu favor y se limpie la carretera, y cambien los semáforos y pongan un guardia que por una vez en la vida alivie en vez de empeorar la situación. E intentas no pensar en agua, desaparecer cualquier pensamiento líquido y secar de una vez la sensación de que no tienes control sobre tu cuerpo, no tienes control sobre tu humanidad. Y así ando estrellándome los nudillos para pensar que esos calambres no son necesidad de escribir. Me paso bebiéndome las lágrimas y diciendo que tengo alergia, que no sé por qué me lloran los ojos. Que quizás es hormonal. Y tenía planificado escribir una entrada alegre para que esto no se convierta en un valle de lágrimas pero honestamente ayer fue domingo, y no paró de llover ni dentro ni fuera. Y fui a misa. En el fondo porque quería rezar por él. Y estando en la iglesia me puse a pensar que quizás él no creía en Dios. Y me dio rabia no estar segura porque nos conocimos hace seis años y nunca le pregunté si creía en Dios o no. Nunca lo escuché mentándolo, pero hablaba de la vida y de la naturaleza con mayor fervor del que yo he hablado en mis 25 años de católica de formación de mi Dios. Y de nuevo me entró la lloradera, porque detesto mi memoria y desde que leí la noticia no puedo dejar de ver sus nudillos en mi mente y me impresiona y me aterra que tuviese sus diez nudillos memorizados y desconocía sus creencias religiosas, igual que nunca me aprendí su cumpleaños pero sabía que era piscis como mi papá.

Llevo la semana entera entre carcajear por historias suyas que me vienen a la mente, como la vez que pregunté por él en el trabajo y me dijeron que se había caído y se había tenido que ir al hospital y yo súper asustada y cuando lo llamé él estaba orgulloso porque lo había fingido todo porque tenía práctica de soccer y no podía faltar. Y aquella vez que me llamó después de la media noche a decirme que tenía que verme, que tenía que verme en ese mismo instante porque al otro día se iba a Indonesia, se iba por tres meses y quería despedirse de mí, y yo preguntándole si tenía familia allá, que por qué no me lo dijo antes y él sonriendo como siempre y preguntándome qué talla de ropa era porque en Indonesia hacían la ropa que yo usaba. Me explicó que no conocía a nadie allí, ni sabía dónde se iba a quedar, y tenía que hacer como cuatro escalas pero Edmaris las olas, tengo que estar allá ahora.

Con él no había un momento normal, le decía a los vagabundos que rebuscaran el baúl de su guagua que de seguro había un par de zapatos que le podían servir, cuando íbamos a los lugares y se me perdía, estaba ayudando al personal del lugar a cargar cosas, a botar la basura y cosas por el estilo. Me dejaba en casa de mis papás a las tres y cuatro de la mañana y se iba a buscar su tabla para irse al otro lado de la isla a surfear. Nunca fuimos novios, nunca nos prometimos nada, nunca hubo silencios extraños, creo que quizás ni estuvimos cerca de enamorarnos. Lo conocí a los 18 años el tendría año y medio más. Yo acababa de salir de una ruptura de esas tan apoteósicas que sólo pueden ocurrir antes de la mayoría de edad de uno y me prometí que no quería más novios quería salir y pasarla bien.

Y me llegó Julio en un mes de mayo. Me llegó Julio con su olor a playa, a pasto y a madera. Y la primera vez que me invitó a salir y mi mamá me preguntó cómo era y qué sabía de él y si no me daba miedo salir con alguien que no conocía, que a lo mejor era peligroso, que qué yo sabía de él, que a quién se parecía le dije: Mami tranquila, parece un querubín. Y lo parecía en serio. Era lampiño como un delfín y tenía unos rizos absurdamente hermosos. Al otro día de salir con él mi madre me dijo como sentenciando: “nos jodimos si ésta ya se enamoró, mírala cómo le brillan los ojos”. Y no era cierto, no me enamoré de Julio, no nos enamoramos nunca en realidad, quizás estuvimos cerca, no teníamos nada, absolutamente nada en común salvo el uno al otro. Julio era un ser humano tan avallasadoramente feliz que uno sencillamente no tenía de otra que sonreír, que asombrarse, que admirarse. Y lo más impresionante es que lo vi años después, pérdidas después, desgracias después, y esa alegría, esa pasión por la vida estaba intacta.
Yo corté con Julio por la sencillísima razón de que empezó a dolerme. Y ese no era el punto. Me suele pasar que me fascinan estos hombres libres y apasionados. Tan libres que uno no cabe en el panorama, tan apasionados que apasionarse con una es casi una traición a la pasión misma.

A este niño lo conocí mientras yo me formaba, quemadísimo de la playa con rizos como los de David Bisbal pero reales, la barriga dibujada, los ojos oscurísimos y sospechosos. Su energía me tragaba. Me conoció antes de yo haber sentido dolor del real y tenía tanta pasión por la vida que no me importaba que no tuviésemos más nada en común. Cuando presentí que esos correntazos que me daba en el cuerpo se me estaban enganchando en sitios más profundos me salí del medio. Lo volví a ver meses después antes de irme a España, me abrazó en un pasillo, me dijo en el oído que me cuidara y que me lo gozara, porque me lo merecía. Lo último que supe de él fue que su mamá murió de cáncer, entonces lo volví a ver y nos volvimos a abrazar. Era una de esas extrañas conexiones que ni el tiempo, ni la distancia, ni las ausencias, ni los silencios, ni los amantes nuevos, logran desparecer del todo. Después de eso me casé. No supe más de él por muchos años.

Un día me llegó un friend request por Facebook decía su primer nombre y su primer apellido, todo el mundo lo conocía por sus iniciales, pero tenía nombre de emperador. Las fotos de perfil no me daban nada, era un chico en una motora saltando en el aire, un cuerpo en un paracaídas, un hombre buceando, alguien esquiando, fotos sin rostros. Yo misma me dije que nadie más tendría fotos así. El año pasado cerca de mi cumpleaños lo contacté para preguntarle en qué lugar del planeta Tierra se encontraba y consultarle sobre tirarme en paracaídas el día de mi cumpleaños número 25, el 25 de noviembre. Me dijo que iba a estar en Holanda pero que un par de fin de semanas antes de irse, él saltaba conmigo. Me preocupó un poco, Julio y yo tirándonos de un avión, sonaba a peligro inminente y no necesariamente por la altura. Tuve que usar el dinero para una situación familiar y no pude saltar. Me escribió mensajes de texto para que nos diéramos una cerveza. Al principio dudé. Después pensé que a veces no se tiene nada que perder.

Cuando volví a verlo fue como si no hubiese pasado el tiempo. Él estaba exacto. Nos encontramos cinco años después de nuestro último abrazo. Nos reímos. Le dije que estaba loco. Él me dijo que la loca era yo, que lo había dejado para casarme a los 21 años. Le di la razón. Me enseñó sus cicatrices nuevas, una de un erizo, aterrizó en él mientras surfeaba otra en la muñeca cuando estaba esquiando, y así sucesivamente. En 6 años se había comido el mundo, Indonesia, Chile, Costa Rica, Argentina, Canadá, España, estaba lleno de golpes corporales, ni una deuda, ni una tarjeta de crédito, ni una novia con evidencia, ni una cuenta de banco, ni una hipoteca, ni un diploma, pura vida. Y yo en esos 6 años tenía tantas pérdidas, tantas deudas, tantos fracasos, tantas cosas sin cumplir, tantas preguntas. Y él lo único que tenía eran sonrisas y respuestas. Me prometió que me iba a gustar estar sola. Que yo era muy fuerte, más fuerte de lo que yo pensaba y que él sabía que la naturaleza tenía cosas grandes pa’ mí. Le pregunté si no le daba miedo, me preguntó miedo de qué, y yo le dije miedo chico, de que te pase algo y me dijo que no, que la vida le había dado tanto, tanto, y le había quitado a su mamá y eso era lo único que él tenía. Ya él no tenía nada que perder así que simplemente vivía. Me dijo que yo lo había hecho llorar. Que había sido la primera “nena” en hacerlo llorar y que yo lo había seducido. Yo siempre pensé que había sido al revés. Me contestó que él era un niño en aquel entonces y yo no le di la oportunidad, “no nos la diste” como era de esperarse no lo dejé hablar mucho más.

Quiero celebrar su vida. Quiero celebrar sus mensajes locos que me enviaba desde diferentes partes del mundo. Diciéndome Edmaris la vida es gozadera, las Heinekens saben mejor en Holanda, debiste haber hecho una mochila y venirte conmigo, te deseo que te aprueben todos los préstamos estudiantiles para que puedas ver al mundo y que el mundo te vea a ti. Quiero quedarme con el sabor en la boca de la intensidad con la que Julio vivía. Y sin embargo lo que siento es un desgarre por dentro que no me explico. Pensé que el cuerpo, que la sangre igual que se acostumbra y se inmuniza a todo, ya había perdido esta capacidad de andarme derramando por ahí. Y mira que yo he perdido cosas; cosas materiales y cosas vivas. Y mira que yo he perdido oportunidades, y mira que yo he perdido milagros, he perdido fe, he perdido amantes, he perdido maridos y he visto gente desaparecer, he visto gente desaparecer de mi vida estando en mi misma cama, he visto gente desaparecer de adentro de mi vientre, he visto amigas desaparecer por años, he visto gente que me ha hecho daño desaparecer de mi vida porque así lo he decidido y he visto gente que quería que se quedaran desaparecer de mi vida y de mi país, una y otra vez, con y sin excusas, con y sin razones, con y sin mentiras, con y sin despedidas. Pero esta desaparición es más de lo que mi cuerpo aguanta.

Y quiero pensar que no sintió miedo, no sintió el miedo que yo sentía cada vez que él me contaba de sus aventuras, quiero pensar que se sintió triunfante, que escogió su forma de salir igual que escogió su vida, quiero pensar que dio gracias en el aire, que sintió esperanza, que pensó en su mamá, que se despidió con el alma de su hermana, de su sobrinito, de su papá y que no sintió dolor, que no sintió en su cuerpo ni una décima de este dolor que yo tengo acuchillándome la espina dorsal y devorándome la mente, una hora sí y una hora no. Porque ni siquiera sé qué pasó y no puedo ni imaginarme a Julio César, (Jotace), ese ser que no nació alado por algún descuido de la naturaleza, metido en una caja. Porque nunca me permití enamorarme porque esos seres así son por definición del mundo y para el mundo. Esos seres si se enamoran se los robas a la vida, les robas la vida y los encierras si los enamoras, les cortas las alas si los metes en un cubículo con un horario.

Tuve la dicha de tenerlo en mi vida hace casi un año. Tuve la magia de pasar horas con él hablándonos, y contándonos, y mirándonos y tocándonos las cicatrices. Las de él todas tangibles, las mías todas fácilmente disimulables. La gente que está dentro de ti, en algún momento, o en muchos momentos se lleva algo de uno cuando salen, cuando salen por un rato y cuando salen para siempre. Y saber que un cuerpo que estuvo sobre mí, a lado mío debajo mío, un cuerpo que sudó con el mío y que me dejó su olor por días, por meses, por años, cayó de 100 pies de altura, es saber que algo dentro de mí colapsó y ahora no sé con qué se remienda. No estoy hablando de amor. No estoy hablando de extrañar, estoy hablando de una vida que tenía trazos de la mía, cuya codificación genética vivió dentro de mí sabrá Dios por cuánto tiempo y ya no está en la faz de la tierra, ya no tiene entrada a mí, ya no hay posibilidad de que pase nunca jamás. Y el dolor es tan distinto y quiero tatuármelo en el pecho maneggiare con cura, maneja con cuidado, handle with care, porque ya no quiero perder más partes de mí, no quiero sentir que ando regada por el mundo, que aquellos que me han habitado están a millas de distancia, a años luz de distancia no sólo de lo que quizás aún sentimos, sino que ni siquiera están vivos. Algo de mí se ha muerto y el resto de mí lo celebra. Me paso entre celebración y lloradera, escucho canciones alegres y me bebo las lágrimas. Lo veo por todos sitios riéndose, diciéndome la vida es gozadera, la naturaleza devuelve, Edmaris eres libre te va a gustar, te estás perdiendo el mundo pero peor aún; ¡el mundo se está perdiendo de Edmaris!

Después de estar con él hace apenas un año, se fue de viaje como siempre, visitando el mundo como siempre, enamorando nenas por todos lados, porque uno no sabía si era más lindo por dentro o por fuera y tenía exactamente eso que tienen los seres que te enrollan y no te dejan escapar; esa libertad que te ciega lo suficiente para saber que no se puede tener un ser tan libre por demasiado tiempo. Será eso lo que no me gusta de las aves y me conformo con plumas. Le escribí un poema y (cosa rara) se lo envíe, nos escribimos varias veces de distintas partes del mundo (él) y yo siempre aquí. Después de ese noviembre no lo volví a ver hasta un par de semanas atrás, estaba en un juego de soccer, solo como siempre. No me veía bonita así que le mandé un mensaje diciéndole: Te vi. ;) me dijo que cómo no lo había saludado. La vida, como bien decía Julio me da mucho más de lo que me creo y me lo puso allí, a un par de bancos de distancia e hizo que me moviera ante la mirada de reprobación de mis amigas y le diera una nalgada, y él que estaba enganchado esperando un gol se bajó, me abrazó bien duro y volvió a subir a gritar y celebrar por el gol. Yo me fui calladita, me diluí como siempre pero esta vez hasta mi asiento y me escribió a recriminarme que no me quedé a celebrar el golazo con él. Le doy gracias a Dios que no lo hice. Le doy gracias a mi cuerpo que no se puso caprichoso, porque si yo llego a traer a ese hombre a mi apartamento, a mi cuerpo y a mi vida tres semanas antes de lo que pasó estaría recluida en una clínica mental. Él me preguntó qué iba a hacer después del juego y yo lo evadí. Últimamente a veces trato de protegerme un poquito más, porque a veces tengo dolores nuevos o dolores viejos que decido meter de nuevo entre cuero y carne y me da miedo que cuando alguien nuevo o no tan nuevo me toque lo único que pueda sentir es dolor.

Me enteré en 140 caracteres que la persona más viva que conocía murió. Que no lo voy a volver a ver. Que no lo voy a volver a tocar. Que ya no me va a enseñar nunca más sus heridas de guerra. Que no voy a recibir mensajes desde lugares innombrables prometiéndome desnudos que en el fondo sabía que no iba a recibir. Él me trajo cosas lindas siempre, y el lunes (un día después de su partida aún desconociéndola) venía de regreso de Cabo Rojo, la música era perfecta y quizás por una combinación idónea entre alcohol e insolación, me salí por el sun roof del carro. Tenía unas pantallas de monedas que de por sí suenan y contra el viento y la velocidad me hicieron decir: “no puedo escuchar ni mis pensamientos” y fue tan liberador, tan intenso, tan limpio; que me hizo cerrar los ojos y por ninguna razón (creía yo) pensé en él. Pensé que esos segundos que yo me permitía era una muestrecita de cómo él llevaba viviendo la vida completa. Y pensé (sin saber que era la última vez que iba a pensarlo en mi vida) que debía tirarme de un paracaídas y con quien más sino con él. Ese martes que me enteré le escribí un mensaje de texto, con el corazón en la boca rogando que todo fuera un error terrible, una consecuencia de tener un nombre común y le escribí: Julio por favor dime que estás bien. Y nunca recibí una respuesta. Una amiga me dijo que una vida así no se puede despedir llorando sino que se baja a shots y escuchando batucada. Yo no perdí un amor, ni siquiera perdí un amante. Perdí un amigo, perdí una química, perdí una inspiración, perdí un espíritu al cual emular, y tengo casi la certeza que algo mío de esas decenas de encuentros en tantos años se llevo algo de mí, algo que falleció con esa maldita ventolera que le colapsó su paracaídas y me rompió por novena vez el corazón. Me arrancaron algo que abracé hace apenas un mes.

Esta misma semana mi computadora que tiene 6 años de edad se desprogramó y Pandora me pidió mi contraseña. Usé todas las palabras y combinaciones que usualmente barajeo y ninguna era la correcta. Luego me acordé que hace apenas un año cuando Julio me visitó, yo no tenía comedor, no tenía sillas, no tenía ni radio y él me dijo que uno no necesitaba mucho más que un lugar donde dormir, pero sí necesitaba música: “¡Edmaris si tú eres música!” Y me instaló Pandora en mi computadora y me abrió dos estaciones: Michael Bublé para mí y Los Fabulosos Cadillacs para él. Entonces recordé; la contraseña era: “ayjulio”.

Ay Julio, Ay Julio, Ay Julio, como desde la primera vez que te vi, desde la primera vez que salimos, desde la primera vez que te besé, desde la primera vez que te doblaste en el Viejo San Juan a amarrarme mis zapatos, como la primera vez que me agarraste la mano en público, como cada vez que me llamabas a decirme obscenidades, como cada vez que me escribías, como cada vez que alguien te nombraba, como la primera y la última vez que te abracé, hasta este martes fatídico cuando leí ese tuit que me susurraba que eras tú, esa mañana donde por primera vez en la vida no me contestaste, como cada vez que de ahora en adelante te sienta en las olas que tanto amaste y en el viento que te robó: calaveras y diablitos, invaden mi corazón.


jueves, 19 de agosto de 2010

de plantas - de interiores






Cuando me fui a mudar estaba indecisa. La indecisión es una de las cosas que más detesto en el mundo y que como me suele pasar soy absurdamente buena en caer en ella. Uno de mis primero novios decía que la indecisión era la causa principal de los accidentes automovilísticos. Ahora no sólo le doy la razón, sino que he aprendido que también de accidentes de otros tipos. Soy como los niños preescolares, tres opciones, no más, no menos, así funciona mi cerebro. Una vez fui a cenar con un chico que llevaba años estudiándome y el mesero empezó a recitar la interminable lista de los infinitos especiales del día y el chico le dijo al mesero que por favor se detuviera: “dile los 3 mejores platos, porque no sé si te diste cuenta, pero después del tercer plato las palabras lo que hacen es darle vueltas alrededor de la cabeza como en los muñequitos” ganó más créditos conmigo por eso que por llevarme a un restaurante francés. Pero cuando estaba buscando apartamentos era aún peor porque sobraban opciones pero opciones terribles. Vi tantos apartamentos feos, sin estacionamientos, con techos bajitos, sin luz, sin ventilación, encima de casas, detrás de casas y honestamente estaba perdiendo la esperanza (que de por sí nunca ha sido mi fuerte). Estuve solamente dos semanas y media en casa de mis padres. Entendamos que no vivía con mis padres hacía casi 4 años y estamos hablando de una casa con mi madre, padre, hermano, abuela en custodia compartida, los 9 gatos que tenían mis padres y mis dos perros. Dormía en el que fue cuarto de toda la vida y mis dos perros dormían en el baño. No podía llorar en todo el día porque estaba en la oficina y después no podía llorar porque estaba en la universidad y después no podía llorar porque estaba en casa de mis papás y ellos no saben qué más hacer cuando me ven así. Así que lloraba en la ducha, pero tenía que esperar a que se me bajara la hinchazón porque yo que casi no tengo ojos si lloro o me río mucho los pierdo, así que esperaba a que todo el mundo se durmiera y estaba ya tan cansada que lloraba poco, muy poco.

Entre las razones primordiales que tenía para querer mudarme lo antes posible es que necesitaba desesperadamente echarme a llorar por un par de horas y no podía. Cuando encontré este apartamento, la de la inmobiliaria nos hizo esperar casi una hora, llegó tardísimo y normalmente yo tomaría algo así como una señal de que no me debía mudar. Cuando por fin llegó subimos y la puerta no abría, ni para atrás ni para adelante. Mi papá forcejeó hasta que logró abrirla. Segunda señal fatídica, me dije. Detesté instantáneamente las cortinas que me siguen pareciendo detestables pero ya casi no las veo a decir verdad. Le cojo cariño a las cosas como a la gente y al pasar del tiempo ya ni recuerdo cuáles eran mis peros al respecto. La mesa de la cocina estaba medio jodida. Pero las ventanas abrían hacia arriba y siempre he tenido algo con las cosas que abren casi completas. Como el apartamento era viejo, y nadie lo estaba viviendo hacía algún tiempo, las ventanas se resistían y hasta se quejaban un poco al abrirse. El clóset estaba en el baño lo cual me pareció que no tenía ningún sentido pero sería la primera vez que tendría un armario al que podía entrar y hasta quizás poner una silla dentro. De esas cosas que son esencialmente disparatadas pero uno las ve en las películas y en los anuncios y las quiere, casi las necesita. Como las imágenes de mujeres que pintan su primera casa infaliblemente siempre tienen un mameluco de mahón puesto y las parejas en su luna de miel por alguna extraña razón siempre están vestidas de hilo blanco. En el fondo qué importaba si era práctico o no, cuando si hay algo en el mundo que yo no soy es práctica.

Mi vidente me llamó. Me dijo que ese apartamento, el que no sabía si firmar o no, que lo cogiera. Que allí me esperaban mis ángeles, que me olvidara de que las ventanas se trancaran un poco, me describió la cocina, me dijo que el apartamento no miraba para el frente sino para atrás del edificio, que era más privado que le gustaba. Que me mudara allí, que no era lo mejor del mundo pero era lo mejor por ahora, que yo necesitaba un sitio donde llorar. Que siempre tuviera velas e inciensos, que comprara una planta. Que no importaba lo que pasara, tuviera una planta y si se me moría (porque yo me eché a reír con la idea de tener yo una planta) que volviera a comprar otra.

Y por fin lloré, cuando le dije a la muchacha que sí y lloré cuando firmé el contrato porque he tomado tantas malas decisiones que siempre me aterro y desconfío soberanamente de mis instintos y mis impulsos. Poniendo en movimiento mi sentido práctico en su máxima expresión pedí por Internet una cortina de baño que era una imagen agrandada en blanco y negro de piernas de mujer y de la que me enamoré instantáneamente y el marco de Friends para poner alrededor del ojo de la puerta que mi papá le puso a petición mía ridículamente bajito, que se joda dije, si nadie va a mirar por ahí más que yo, estoy segura que en la casa de los enanitos el ojo no estaba a la altura de Blanca Nieves. Yo tenía media hipoteca a mi nombre, unos borradores de papeles de divorcio que no habíamos acordado firmar. Sólo me llevé mis perros, mi regadera, mi cafetera, mi ropa y un par de cuadros. Él me sacó mis libros, algunas fotos y algunas ollas porque decía que no necesitaba tanto. Cuando firmé sólo tenía una cama. No tenía nada más. Nunca había vivido sola en mi vida y estaba aterrorizada, algunos días todavía lo estoy.

No me mudé hasta que no compré la dichosa mata. Fuimos a uno de esos jardines que casi ni existen y la señora se parecía demasiado a mi abuela. Mi madre le dijo en otras palabras que me consiguiera una planta a prueba de asesinos de cualquier especie. Yo quería colgarla del techo y ponerla en mi cuarto, por aquello de la energía. Mi papá, que trata de complacerme pero intenta ser lo más práctico posible (cosa que no heredé) encontró un ganchito en una pared de la cocina y de ahí la colgó (temporeramente) y ahí lleva 10 meses. Le compré un abono líquido y rompí la botella antes de haberle echado si quiera tres veces. La señora me enseñó la cantidad exacta de agua, un día sí y un día no. Me dijo que era una planta bastante resistente pero que exigía (esa fue la palabra que usó, estoy segura) más agua que el resto de las plantas interiores.

Para sorpresa de todos, en especial la propia; la planta sigue viva. La gente que viene aquí, (que son muy pocos porque creo que quedé traumatizada con mi última casa donde la gente entraba y salía como si fuese una fiesta patronal) me preguntan si es de verdad, si la planta es real. Porque siempre está tan verde. Que cómo es posible que yo me acuerde con mi despiste. Un amigo no me creía que me daba más trabajo que mis perros. Intenté explicarle que mis perros no se mueren de hambre porque casi me verbalizan que tienen hambre y saltan por las mañanas. Pero la planta está ahí como buena macha y algunos días amanece como muerta, todas las hojas mirando para abajo, me recuerda a un pez beta que tenía, que se suicidó. Soy rara con las mascotas. Me gustan los perros y los gatos casi por igual, pero no los peces, los considero ornamentales, como tener un purrón que se caga encima. Porque me parece que el pez como que no te reconoce, como que sigue tu mano porque la alimentas. Creo que es la cuestión de los ojos, me pasa lo mismo con la gente de ojos claros como que me da miedo que no tengan alma porque no se las sé leer.

Tampoco me gustan los pajaritos como mascotas lo cual es una hipocresía porque amo las plumas, pero una vez vi cómo le cortaban las alas a un “love bird” con unas tijeras comunes y corrientes y la imagen nunca me la he podido sacar de la cabeza. Tiene que ver con que intento pensar en qué vida tendrían los perros o los gatos si no fuesen mascotas. Pero en realidad no se me ocurre que le pueda ofrecer una vida a un ave que pueda compensar el haberle cortado el vuelo. La verdad es que si fuera por mí tampoco tendría una planta, pero el vidente me lo dijo, como me dijo que no sentían nada cuando me veían desnuda, como me dijo que se iban de la casa exactamente el día en que se fueron, como me dijo que se me había diluido una niñita dentro a quien le iba a poner un nombre con A, como me dijo que ese hombre hermoso aunque parecía inofensivo me iba a hacer llorar y como todas las cosas que me dice las pega, cosas grandes y cosas chicas, pues por si acaso. La cosa es que le he cogido cariño a la dichosa mata y no le tengo nombre siquiera por evitar encariñarme. Yo le pongo nombre a todo, desde los seres hasta a los enseres. Una vez alguien me dijo que una vez le ponías nombre a algo, no había vuelta atrás, por eso si tu perro tiene perritos, por nada del mundo le pongas nombres a los críos porque después el dejarlos ir se vuelve doloroso. Cuando me gusta mucho algo o alguien, le pongo nombre, o le cambio el que tiene o me le invento un segundo. Mi carro tiene nombre, mi cafetera, mi regadera y hasta mis cuadros.

Mi pobre mata sin nombre siempre está; o muriéndose de sed o a punto de ahogarse. Cuando se me olvida regarla por días intento compensar echándole toda el agua que le debo de un cantazo. Tengo una relación extraña con el agua, no sé si es mi ascendente en Cáncer, la cuestión isleña, o si quizás soy hija de Yemayá. Últimamente por alguna extraña razón me paso dejando todas las plumas de la casa abiertas, dejando el agua correr sin motivo. Y a cada rato tengo sueños con corrientes de agua, con inundaciones, con lluvias torrenciales, con el mar que se recoge y se lo lleva todo. Supuestamente siempre que yo sueñe con agua simboliza algo bueno. Hace no tanto, se me metió un extraño olor a lluvia en la cama. Y como es de esperarse se me pegó en la piel por semanas. Era un olor triste pero llenaba el apartamento. Supersticiosa al fin empecé a sospechar de la planta. La metí en la bañera y le dejé correr el agua sobre ella. Aproveché que esa noche había una lluvia de meteoritos, que nunca logré ver aunque sí vi rayos y centellas (no sé si por casualidad o conspiración climática). Me llené de valor y cambié las sábanas, sábanas nuevas y rojas. Sábanas que no huelen a lluvia, ni siquiera huelen a mí. Y todo volvió a estar menos triste pero más solo, esas relaciones inversamente proporcionales que sólo parecen ser posibles a mi alrededor. Estoy casi convencida que la planta tiene algo contra mí y con razón.

Pero tengo que confesar que en las mañanas que la veo así, mustia, como si se quisiera tirar por la ventana, me da una tristeza horrible. Y hoy llegué a mi casa y la encontré así y me eché a llorar. Esa señora era medio bruja y me regaló algo que yo tuviese que querer y tuviese que cuidar porque se parece a mí. Paso días sin darle agua y la planta como si nada y un día cualquiera no puede más y se echa a morir. Y yo estoy tan cansada. Tan cansada de que no me puedo poner mustia por 24 horas. Que todo el mundo dice que puedo con todo, que cuando la gente habla de mí parece que hablasen de un roble y no de una puta planta de interior que exige más agua que el resto, “mira todo lo que le ha tocado y ella sigue así como si nada” y quisiera de vez en cuando gritar que no soy tan fuerte nada, pero llevo tanto tiempo posponiendo el llanto que ya casi ni me sale. Que en el fondo necesito mucho más de lo que tengo, que hay días en que me siento tan sola, tan seca, tan quieta, tan impotente, como la mata en el tiesto, y que en ocasiones es capaz (soy capaz) de conformarse (de conformarme) con un poco de olor a lluvia y esperar a que a mí me sobre el tiempo de echarle (de echarnos) la cantidad justa de agua. Ni una gota más, ni una gota menos.

jueves, 1 de julio de 2010

12 Meses de Julio



Me alegró el cuerpo verte la cara,
me alegro la cara verte el cuerpo
y me hubiese gustado despedirme
desenroscarte los rizos y decirte
que mantuvieras el pasaporte
siempre cerca de la caja del pecho
y darte una huella de un beso mío
impreso en un papel cualquiera
para que lo tuvieses contigo durante 28 días
y creerme que te beso en cuatro ciudades europeas.
Recordarte que te comas una bocata de calamares
en la plaza mayor madrileña
y que pensaras en mi boca
mientras te dieras el gusto de comértela.
Quería decirte que me gusta
ver el hambre de mundo en tus ojos
que te tengo envidia de la buena
de esas admiraciones rabiosas
y decirte que lamento haberte destruido aun más el cuello
y decirte que lamento haberte desterrado en un momento
y pedirte que te memorices Holanda
y que me la describas completa
que te tomes una cerveza de esas hermosas
de esas pocas cosas que a los dos nos gustan
que veas un cuadro de Van Gough moverse
yo sé que tú encontrarás la forma
que te llenes los ojos de mujeres Canarias
pero que no le digas a ninguna tu nombre
sólo tus iniciales
ya no soy tan exclusivista
eso nos pasa al resto de los mortales
aquellos que envejecemos
no los duendes mágicos
como tú y mi cafetera
viaja ligero como siempre
de la única forma que sabes
intenta regresar con todas tus extremidades
intenta que las cicatrices nuevas
sólo las tenga el pasaporte
intenta al menos el 25 pronunciar bajito mi nombre
que sé que a ti también te alegra verme
que sé que esto no tiene ni tendrá nombre
pero me alegra y bastante
me alegra y es suficiente
tener un amigo que vive
comiéndose la vida y el mundo
un amigo visitante
un viajero musical
sé que saltarás conmigo
que me obligarás a ver los cielos
que me prestarás tus ojos viajeros
para contarme de tus viajes
(algunas partes al menos)
que me recordarás cómo era
amar la isla estando inconforme
quería decirte toda esta sarta de estupideces
como pretexto introductorio
y tal vez sin mirarte a los ojos
darte las gracias amigo
desearte un buen viaje
y agradecerte que cueles
este cuerpo
entre tus tantos otros viajes.




-porque hay cosas que sólo son publicables en algún mes de julio-

domingo, 20 de junio de 2010

súper-hombre




Le tengo menos paciencia que a nadie en el mundo. En la pantalla de mi celular aparece más su nombre que el del resto de mis contactos. De cada cinco mensajes de voz que recibo, tres como mínimo son suyos. Ayer por dar un ejemplo mientras intentaba salir de mi apartamento (tarde como siempre), para llegar a mi primera sesión de un taller de novela, sin la menor idea de cómo llegar al lugar, intentando recolectar a través del caos en el que vivo, mi cartera, mi celular, las llaves del carro, las del apartamento, etc. Empieza a sonar mi celular y yo de mal humor, desesperada, pescándolo en una de mis carteras le digo: Dime Papi!!! con el tono de hastío al que ya se ha acostumbrado para escuchar un: “Mama, es que me adelanté y llegué al sitio, ya te puedo explicar cómo llegar y te estoy tratando de buscar estacionamiento porque está difícil.” Él no lo sabe pero me eché a llorar.

Siempre bromeo diciendo que tengo buen gusto en todo, menos en los hombres. La gente dice que uno busca una pareja que se parezca a su papá. Yo tengo que diferir, quizás yo soy la excepción, lo cual no me sorprendería teniendo en cuenta mi récord en todo lo demás. Jamás he salido, estado, amado, querido, gustado y todas las demás variantes posibles de interacciones con el género opuesto, con nadie que se parezca ni remotamente a mi papá. Algunos me han dicho que mi papá me ha hecho un daño, a mí y a los que han sido alguna modalidad de pareja mía. Que soy una engreída, que me creo que me lo merezco todo, que espero que me traten como una princesa por el resto de la vida. Mi papá me escolta hasta mi carro, y mientras viví con él nunca tuve que echar gasolina. Al sol de hoy nunca he lavado mi carro. Mi papá me carga las bolsas, me deja escoger la película que quiero ver, me recarga el autoexpresso del carro para que no tenga que pagar peaje, me acompaña a citas médicas sin quejarse ni un segundo. Mi papá jamás ha interferido ni en las más dementes de mis ideas. Papi tengo novio (a los 12 años), papi tengo una sortija de pre-compromiso, papi quiero ser belly dancer, papa voy a ser Reina del Carnaval de San Juan, papi quiero empezar a trabajar (a los 17), papito quiero estudiar literatura, pa me voy pa’ España, papi voy a trabajar turnos nocturnos en un hotel, papa voy a salir con alguien 10 años mayor que yo, papi me voy a casar, papi me voy de la casa, papi voy a tener un bebé, papa me quiero divorciar, papa quiero vivir sola.

Nunca ha habido un pero, nunca me ha cuestionado mi inteligencia, nunca me ha impedido tropezarme, nunca me faltó cuando desesperadamente necesitaba que me recogiera. El día de mi boda todo el mundo se bajó de la limosina y él me agarró por el brazo y me dijo mírame: ¿estás segura de esto? Le dije que sí. Me dijo: si esto no es lo que tú quieres, que se jodan: la fiesta, los invitados y todo lo que se pagó, tú dices la palabra y nos vamos pa’l carajo. Ese es mi papá, un tipo que no interfiere, que siempre está ahí para rescatarme, un hombre que lo puedo llamar en cualquier minuto del día y por más ocupado que esté me contesta aunque sea para preguntarme: mi amor estás perdida? Porque él es mi brújula, mi GPS y con yo decirle tres lugares que veo y a veces describirle, porque me creo que todo es literatura, los colores de las casas, cómo se ven los árboles, él sabe dirigirme hasta donde quiero llegar. Él fue a llevarme a Salamanca, jamás ha viajado a Europa, sólo esa vez, a dejarme sana y salva, a asegurarse que su hija no fuera a vivir en barrio de mala muerte y un día me llama y yo estoy atacada llorando y él se angustia y me pregunta, y le digo que estoy perdida y el tipo que sólo estuvo una semana en la ciudad desde Puerto Rico me explicó cómo llegar.
Claro que tiene sus desventajas, a través de la vida he tenido que ocultarle un par de cosas. Mi papá es el hombre más pacífico del mundo hasta que tiene que ver con nosotros. Una vez un novio me jamaqueó un poco y yo lo tuve que botar de la casa instantáneamente y mayor que mi indignación era el terror de que mi papá lo viera y terminara preso. Cuando me casé, el primer fin de semana después de regresar de mi luna de miel, mi entonces nuevo esposo me dijo, qué cosa más rara en el balcón hay una libra de pan sobao’ y un periódico y yo no pago periódico… yo me sonreí y le dije que eso había sido mi papá. Él único día que me gusta leer el periódico impreso es el domingo porque tiene la sección de viajes. Y en mi casa siempre había pan sobao’ los domingos de esa panadería. A mí se me aguaron los ojos y todavía no estoy segura de lo que mi ex sintió.

Modestia aparte mi papá es hermoso. Físicamente lo es y no solamente lo digo yo. No es muy alto porque como decía mi abuela, Dios no le da alas al animal ponzoñoso. Tengo su nariz, sus labios gruesos y un montón de otras cosas terribles según dice mi madre: la sangre Carazo esa: el ansia de viaje, el temple, la procrastinación, el siempre darle el beneficio de la duda a la gente (una y otra vez), la impuntualidad, la satería, el don de gente ese que raya en lo detestable, el coqueteo cuasi innato, el hambre a todas horas, el metabolismo, el sentimentalismo, la tocadera y la risa. Para mí los defectos de mi papá caben en una mano y sobran dedos. Y los que lo conocen pensaran que son aún menos. Mi papá no sabe decir que no, es terco y miente magistralmente bien. Con los años se ha vuelto más irritable, le fastidia cada día más la autoridad y detesta esperar. Papi se siente orgulloso de todas mis andadas. Un día me llamó y me pidió que le deletreara la dirección de mi blog. Me pareció extrañísimo y después me llama y me dice que estaba reunido con el presidente de la República Dominicana y le había dicho que su hija tenía un blog y le estaba escribiendo la dirección para que me leyera. Yo por poco lo mato. Cuando le dije ahogada en llanto que me habían dicho que les molestaba mi presencia en la casa, mi papá ahogado en llanto y con una rabia que jamás le he visto me dijo que cómo era posible si él me cargaría para que yo no tuviese que caminar. Cuando le dije a mi papá que un vidente me había dicho que iba a perder la mitad de mi brazo izquierdo se echó a llorar y me dijo que eso no podía ser. Todavía le duele y le asusta más que a mí.

Confieso que cuando vi un positivo en una prueba de embarazo (y probablemente esta es la primera vez que lo escriba) me dio muchísima tristeza pensar que no le había escogido a mi bebé ni una tercera parte del papá que mi mamá me escogió a mí. No siempre los entiendo, llevan tantos años juntos que sería un acto absurdo y suicida intentar entender una relación que es más larga que mi propia vida. Pero si algo me consta es que a mi madre nunca le han faltado flores, ni compañía, ni un hombre que le agarre el pelo si va a vomitar aunque le den náuseas, que mi papá me cambiaba los pañales y me cuenta mi madre que había que casi suplicarle para que dejara que otra gente nos cargara. Mi papá nunca faltó a ninguna actividad de la escuela y el 95% de mi vida nos acompañaba por las mañanas y con mis peleas y refunfuños me cargaba los libros. Tuve una época de mi vida donde fui fanática de un grupo, nos pasábamos horas en portones para espectáculos y comprar taquillas, mi papá nos llevaba sillas de playa, meriendas, comida y agua a mí y a todas mis amigas para que no nos deshidratáramos en nuestras locuras de fans enamoradas.

Mi papá consigue cualquier cosa sin tener dinero, y sin conocer gente en las agencias y en las oficinas. Llega con su sonrisa perenne, con su pelo verdoso y con una caja de donas o de quesitos, e instantáneamente aparecen documentos, citas médicas esa misma semana. Tiene un efecto mágico, lo saben mis amigas y lo saben los chicos que de conocerlo saben que es el momento perfecto de huir porque el tipo es insuperable. Quizás por eso me he resignado a que sencillamente no existen hombres así y si he tenido la suerte de tenerlo como papá, sería bastante avaricioso de mi parte pensar que voy también a tener una pareja como esa. No exactamente como mi papá, pero con ese coeficiente emocional tan alto, con esa capacidad de amar, con esa entrega voluntaria y casi automática con la que mi papá toma las decisiones día tras día. Nunca hemos sido una familia con dinero y mi papá realmente nunca tuvo un papá-papá como el mío. No sé de dónde se sacó esa ternura, no sé dónde vio un papá así, quizás se lo inventó, porque papi lo que no sabe se lo inventa.

Así que quizás todos han tenido razón, desde el primer noviecito hasta el último que por poco se atreve a quererme. Quizás mi papá me hizo un daño, complaciéndome tanto, haciéndome creer que me merezco una felicidad casi cotidiana, que es necesario escuchar que te digan te amo todos los días, que mis ojos se merecen ver el mundo, que voy a llegar bien lejos, que soy especial desde el día en que llegué al mundo diez días más tarde de lo pronosticado, que hay que escucharme cuando hablo porque yo me canté mi primer cumpleaños y que no se me puede hacer llorar ni se me pueden ocultar las cosas porque como llegué tardía, nací sonriendo y con los ojos abiertos.

-Gracias papi porque si aún creo en el amor es porque no ha habido un día en mi vida en el que no me haya sentido profundamente amada.

viernes, 28 de mayo de 2010

de palabras y festivales...

Una vez vi una película que decía que la mayor parte de los días eran “unremarkable”. (lo siento pero ya no soy purista ni con el idioma que tanto antes defendía) Una palabra de esas palabras numerables que creo que carece de traducción suficientemente específica, significa algo así como con nada en especial, mediocre quizás. En un programa de televisión una chica decía que uno nunca sabe cuando va a ser el día más feliz de la vida, uno se levanta un día cualquiera y sencillamente pasa. Por lo regular los días que esperamos que sean los más felices tienen la carta esa casi insuperable de las expectativas y he llegado a concluir que las expectativas todo lo joden. Últimamente lo que más me asusta es llegar a ser inconmovible, inimpresionable, que nada me duela, que nada me haga vibrar, que nada me vuelque el estómago, que nada me pare el corazón, que nada me entrecorte la respiración, que nada me erice la piel, que nada me doble las rodillas, que nada me derrame. Me asusta, la capacidad que uno va cogiendo de todo verlo natural, de que las cosas se caigan y sencillamente uno las deje caer, que el caos lo ocupe todo y uno sencillamente (como hago con mi closet y poco a poco con la mesa del comedor), vaya moviendo las cosas tan sólo cuando sea totalmente inevitable y necesario. Porque honestamente si no hay visitas me vale un coño. Me aterra la forma diametral esa, en la que uno ama a alguien con locura avasalladora y de pronto no sienta absolutamente nada, nada concreto nada presente, nada intenso, sólo una profunda nostalgia que no es otra cosa que la tristeza de lo que ya no se siente. Y a veces me pregunto con miedo a contestarme si seré así con todo. Si tendré la terrible capacidad de volverme indiferente a todo por protegerme.

Quizás por eso de un tiempo para acá escucho a Mercedes Sosa y una canción que antes me daba igual me pone a temblar, sólo le pido a Dios que la angustia no me sea indiferente. Porque la indiferencia es incompatible a mí, a la pasión que me carcome y que en tantos problemas suele meterme. Y me da miedo, miedo de no dejar que nadie (o nada) entre en mí o más bien a mí porque las salidas de mis profundidades suelen ser incómodas. Y no conozco a nadie que me haya dicho cómo uno precisar (en mi mente “how to ascertain”) si se ha perdido esa capacidad de sentir, ni siquiera de amar, sino de sentir. No las mariposas esas que revolotean tanto que uno ni se escucha, no el impulso ese sub-humano de golpearse los huesos con los huesos de alguien más (como dice Bebe) casi por comprobar que el esqueleto en efecto existe. No la promesa de alegría temporera que uno casi se inventa cuando alguien te hace reír. No la racionalización de conversar con una persona cuyo intelecto intimida y reta y le hace cosquillas al cerebro de uno. Hablo más bien de esa cosa intensa, que saca de uno lo que uno ni conoce, eso que te sublima, que te hace tan humano que te fragiliza y que a la vez te aleja tanto de lo humano que te vuelves atemporal, incorpóreo, inexplicable.

La gente habla de la inocencia de los niños, de esa pureza que tienen al hablar, al mirar, al amar. La inocencia de los niños recae en su ignorancia, en su desconocimiento del dolor. Cuando un niño es lastimado esa inocencia se pierde, no se puede sentir como uno siente por primera vez. Yo le tenía terror a correr bicicleta y me dejaron las rueditas hasta que era una manganzona, pero cuando se las quitaron y me reventé y me mondé y sangré (estarán pensando que le perdí el miedo) y es cierto le perdí el miedo y le cogí pánico, terror, porque lo que antes era la sospecha de que me podía lastimar se convirtió en certeza y esa certeza es la antítesis de la inocencia. El primer amor nunca se olvida no por la persona que se amó, si no porque es la primera y por lo mismo la única vez que se ama sin esa certeza de que uno saldrá infaliblemente malherido.

Hace un par de semanas fue el Festival de la Palabra en el Cuartel de Ballajá en el Viejo San Juan. Llegué allí casi por accidente, porque por un momento de esos que pasan cada ocho años cuando hay eclipses solares y lunas llenas y cometas y estrellas fugaces, (todas a la vez) el universo conspiró a mi favor (para variar) y llegué tarde (como siempre) pero suficientemente temprano para escuchar gente que me hizo sentirme viva, que me pusieron a vibrar sin tocarme, que me aceleraron el corazón sin mentirme y que me prometieron cosas que por imposibles no tienen más remedio que ser cumplidas. Y parecerá la cosa más cursi del planeta porque la humanidad es la cosa más cursi y clichosa posible, pero me encontré de frente con mi amor: las palabras.

Allí escuché al único autor que me ha puesto a leer novelas policiacas, un cubano que nos contaba de la cotidianeidad de la violencia, de cómo allí el contrabando y el “narcotráfico” no son más que esconder una bolsa plástica de polvo blanco que no es cocaína sino leche en polvo, porque alguien se la robó y lograste comprarla. Allí escuché a un autor puertorriqueño que nunca he leído, (guapísimo por cierto) que nunca se quitó las gafas y que con total arrogancia narraba que se deleitaba en contar al detalle las escenas de violencia y que a veces las descripciones de cómo una cabeza era despedazada las hacía con toda la minucia y rasgos científicos posibles para que no tuviera el lector de otra, que reírse. Escuché a un escritor confesando con toda franqueza que la frase por la que todo el mundo lo recuerda y que se convirtió casi en un lema latinoamericano no era más que un recurso literario. Narraba como su mentira se convirtió en el testimonio (sin querer serlo) de una sociedad completa. Allí escuché a una escritora mexicana a quien he leído con amor confesar que era adicta al Twitter y pude leer en sus compañeros de panel el recelo detrás de sus sonrisas. Pude escuchar y ver al decano de la facultad de Humanidades a quien tuve el placer de que conversara conmigo antes de entrar a la Universidad para que me hablara del campo de la literatura y yo con 17 años sin saber ni quién era, lo juzgué como el hombre más brillante, con menos dinero y más feliz del mundo. Y ese día, ocho años después oí decirle que al igual que yo, soñaba con ser zurdo su vida entera y me dio vergüenza porque me di cuenta de todo lo que he cedido. Decía que extrañaba la letra escrita, que le encantaba dar exámenes de discusión más que todo porque se gozaba imaginarse a la gente escribiendo. Nos decía y los ojos le titilaban que por la caligrafía se inventaba cómo la persona moldeaba el cuerpo para escribir. Escuché a una escritora, profesora puertorriqueña, hablar de lo pudorosa que es y hacer miles de salvedades de cómo sus relatos no son en efecto autobiográficos lo cual escuché con profunda sospecha. La escuché explicar cómo le aterraba el Facebook y el Twitter y que quizás era paranoia generacional pero sentía que le estábamos haciendo el trabajo a los federales para que nos encarpetaran, pero ahora con evidencia hasta audiovisual. Escuché a una argentina hermosa que hablaba como mi amiga Elenita y que decía que le gustaba contar las cosas en muchas voces y se inventaba muchos narradores porque le daba miedo opinar. Y llegué tarde a escuchar a una autora española que amo entrañablemente y a quien la última vez que vi y escuché hablar fue el día de mi cumpleaños número 20.

Quizás llegué tarde, como siempre, pero lo que oí me hizo llorar… hablaba de cómo el escribir es el intento más humano posible de tocar lo sublime y cómo el intentarlo si quiera es noble y cómo sus libros por más malos que hayan salido en su propia opinión o la de los críticos, siguen siendo la mejor parte de ella, porque lo que uno escribe para bien o para mal es lo mejor de uno mismo. Y que cómo no nos va a doler que hablen mal de una obra cuando es como arrancarse el hígado y ponerlo en una mesa y que los invitados empiecen a decir pero qué horror qué hígado más asqueroso. Y la escuché decir que había leído no sé de quién que la literatura es nuestro intento de tocar la soledad de alguien más con la nuestra. Y que escribir es el acto más esperanzador del mundo porque hay que tener mucha esperanza para creer que alguien va a sentirse identificado en algún punto lejano del planeta con eso que se escribe. Y pude tuitear que acababa de abrazar a mi mamá literaria y que estaba escuchando a una de mis escritoras favoritas mientras estaba sentada frente a mi archienemiga literaria porque la leo todos los domingos con la misma pasión con la que Amaranta le tejía la mortaja a Rebecca, como si fuera propia. Y escuché a un haitiano decir que para él la literatura no era nada divertido sino era el libro de los sufrimientos de los esclavos. Que la única respuesta posible a cómo rehumanizar un esclavo es a través del cuento y de la música.

Y escuché a un organizador español hablar de cómo mi mamá literaria la primera vez que fue a un Congreso a hablar del Caribe, llegó con lo escandalosa y nada discreta que es y cómo se sacó un mangó de la cartera y pidió un cuchillo y el salón entero se llenó de aroma de fruta desconocida y luego le dio un bocado, que conociéndola presumo que habrá sido un bocado de los grandes, de los vulgares, de los sabrosos y a aquellos españoles se les habrá caído la baba, y entonces dijo “Ahora vamos a hablar de Caribe”. Y yo allí sentada sonriendo todo el rato, carcajeando todo el rato, lagrimeando todo el rato, rompí las puntas de mis dos lápices porque el cuerpo adquiere fuerzas inexplicables en momentos de éxtasis y un muchachito flaquito, escuálido y con acento francés tipo Pepe Le Piu, salió de la nada y me dio un bolígrafo porque “me di cuenta benditou de tu frugstracioun” y el escritor peruano que escuché hace dos años atrás y que fue quien me dio alas para comenzar este blog me miró de arriba a debajo de una manera para nada literaria y por lo mismo totalmente literaria. Allí me encontré con un chico que no veía hacía décadas que me dijo que iba a leer en la Plaza del Tótem y al buscar en el programa encontré que era Poesía Homoerótica y por undécima vez en la jornada el pecho se me desbordó de conmoción.

Una vez un chico que trabajaba conmigo y que me estaba merodeando me preguntó mientras almorzábamos que qué yo estudiaba. Le contesté literatura. Me dijo que para qué, si ya todo estaba escrito. Le dije buen provecho, y me mudé con mi bandeja a otra mesa y jamás le volví a hablar. Han pasado los años y soy un chispito menos radical y un poquito menos intransigente. (no necesariamente me enorgullezco de esto) Pero todavía pienso que hay diferencias irreconciliables y todavía entiendo que hay ciertas cosas que son lo suficientemente esenciales y medulares para no poder tener una relación de un tipo o del otro con otra persona. Las palabras son el centro de mi mundo. Siempre lo han sido. Por eso puedo recordar diálogos completos de películas y no puedo decir ni el nombre de la película, ni quiénes son sus actores. Por eso tengo tantas canciones almacenadas en mi cabeza que he llegado a pensar que por eso no puedo retener ni una sola dirección, ni una sola ruta en mi mente, porque tengo la memoria ocupada de canciones.

Una persona que me conoce más de lo que me gustaría aceptar me dijo hace unas semanas que apostaba lo que fuera a que voy a la iglesia que voy porque el cura habla como si estuviera recitando poesía. El próximo domingo el cura colombiano hablando mi español favorito en el mundo dijo: “párate frente al mar, fíjate en cómo no puedes ver dónde termina, mira la fuerza de la marea, la fortaleza de las olas y si eso no es suficiente mira el cielo de noche, mira las estrellas y los planetas, piensa en cómo esos cuerpos gigantes se sostienen del cielo sin caerse, por todos estos años, imagina como la luz se refleja de un cuerpo a otro… el Dios que está contigo es el que maneja los mares, el Dios que está contigo es el que sostiene las estrellas y el firmamento. Y todavía crees que no puede manejar tu vida?”

Y lloré más que nada pensando que quizás esa persona que un día amé tiene razón. Y heréticamente en vez de buscar a Dios en esa iglesia, quizás voy a llenarme de palabras. Es mi debilidad, es de donde lo agarro todo. Por eso puedo manejarlo todo, menos el silencio. Esta debilidad por las palabras como es de esperarse me hace más propensa a las mentiras que el resto de las personas. Como las palabras son todo para mí tengo la estúpida tendencia a creer lo que me dicen, lo que me escriben, lo que escucho, lo que leo. Como suelo ser bastante específica en lo que digo, bastante honesta en lo que escribo, tengo una intolerancia febril a frases como eso no fue lo que quise decir o quizás no me expresé bien. Al español le faltan excusas para uno decir lo que no es. Por eso a veces recurro al inglés, porque es práctico, menos dramático, menos intenso, menos humano, menos caliente, menos doloroso, menos violento, menos real.

Grabo a la gente por frases, recuerdo palabras importantes, archivo memorias por los diálogos y hasta a veces cuando me han pasado cosas terribles, discusiones violentas, despedidas, insultos, en mi mente pienso en lo hermoso de la frase, en lo poético del diálogo, en lo cinematográfico del momento. Algunas me entraron por los oídos, otras me salieron de mi propia boca para mi sorpresa, otras las leí de la pantalla de una computadora, de la pantalla de un celular, de la pantalla de un cine, de un libro. Pero aquellas en vivo, que se le meten a uno por todos sentidos, esa sensación de escuchar las palabras y casi verlas salir de una boca, absorberlas en el marco de un cuerpo, de un ambiente, de un paisaje, con una voz específica, asociarlas a un olor, a una sensación, a un sentimiento, no es comparable con nada más.

Esas palabras que retumban y cuando menos esperas salen de los armarios de la cabeza: tú tienes que ser un alma vieja, te citaría todo el día guapa, cada vez que veo ese video me acuerdo de ti, ya encontré mi combinación perfecta, tú tienes un don para las cartas pero no lo sabes, pero de qué hablas si nadie me ha tratado mejor que tú, estamos empujando un barco que tarde o temprano se va a hundir, tú no sabes amar, quiero que seas la madrina de mi boda, qué te hizo que no puedes respirar lo voy a matar, no tengo más nada que buscar quiero que seas mi esposa, no te quiero embarazar, enséñame tu carnet que no quiero ir preso, dónde está la mujer de la que me enamoré, ya no te conozco, me arrestaron, tu tenías un brillo que ya no sé dónde estás, la perra se tragó seis centavos, estás encinta, será que no sabes contar, tú crees que puedo tocarte con este reguero si no puedo ni pensar, solamente fue un beso por Dios Santo, tienes células precancerosas, desde que naciste yo vivo para cargarte, para que no tuvieses que pasar el trabajo de caminar, soy más feliz durmiendo en una cama de aire que contigo, esta noche brindaré por ti, aprendo tanto contigo, si fuese hombre me casaba contigo, solamente tú habrías logrado esto sola en tan poco tiempo, lo siento perdí el interés, un beso guapa, antes de que me tocaras sabía como me ibas a tocar, tú me gustabas tanto en bachillerato que era ridículo, si te sale un pipí dame una llamada, tú besas igual que yo, no te puedes enamorar de mí, eso es lo que me gusta de ti que no sabes lo que quieres, déjame darte todo mi dinero, misi usté sí que es grande, quien hubiese dicho que una nena tan linda se iba a quedar pa’ vestir santos, yo no sé pa’ qué pagué tanto colegio, mi hija habla como hombre, come como hombre, bebe como hombre y sólo mide cinco pies, para qué recé tanto si al final se iba a morir, eso es lo que me gusta de ti que nunca sé lo que esperar pero sé lo que no.

La gente a la que le apasiona un arte está dispuesta a casi todo, no por valentía, más bien por necesidad. Mi mamá literaria dice que la gente que escribe es mala, desvergonzada, mentirosa, exagerada, y en parte tiene razón. Lo comprobé en el festival, todos esos autores geniales y en su gran mayoría tan políticamente incorrectos, tan raros, tan humanos, tan descarados. Una nunca sabe cuando va a ser el día más feliz de su vida. Y mientras uno esté vivo existe la posibilidad de tener uno que supere al anterior. Esa semana tuve que levantarme varias veces al amanecer para reponer las horas de mis escapatorias y no podía casi dormir porque literalmente se me estaban derramando las palabras. Las palabras son como las hormigas, uno nunca entiende cómo aparecen, como cargan cosas más grandes que ellas mismas, como no dejan de existir, como se multiplican, como nunca se detienen, nunca descansas y aparecen mágicamente en cualquier lugar, a cualquier altura en cualquier temperatura. Soy alérgica a las hormigas y vivo en una isla tropical. Creo que es la forma que ha tenido la vida de recordarme cuán frágil soy. El Festival de las Palabras fue como meterme voluntariamente dentro del hormiguero. Hace tiempo que no me sentía tan feliz. Éramos como siempre solas contra el mundo las palabras y yo.





lunes, 10 de mayo de 2010

des-Madre



Mi mamá literaria me enseñó entre tantas otras cosas infinitas que hay que escribir de lo que uno no quiere escribir. Yo intento evitar escribir de fechas, festividades, acontecimientos, porque tengo un problema con la temporalidad. Durante casi toda mi vida no le ponía ni fecha, ni mucho menos hora a mis escritos, en mi mente era una forma de ponerle alitas, de no fijarlos en un tiempo específico. Este día de las madres me cuesta.

Mi primera adivinanza fue porque este sería mi primer día de las madres con un bebé. Y aunque me engañe por un momento, sería terriblemente difícil por más mágicamente hermoso que pudiese ser. Una vez leí “nunca quise ser madre hasta que tuve un aborto”. Nunca me hice un aborto digamos “voluntario”. No hubo ocasión y nunca estuve segura si era capaz de hacerlo por más pro decisión que me cantase, me falta el valor o la cobardía (que en el fondo son la misma cosa). Pero después de la pérdida no creo que pueda. Perder un bebé para mí, se sintió como un fracaso del cuerpo. Y en el fondo la última derrota de mi amor. Las madres te dicen que la vida te cambia desde el preciso momento en que lees un positivo. Yo diría, primero que todo que cuando vayan a comprar una prueba de embarazo compren las que digitalmente dicen “pregnant / not pregnant”, son más caras, es cierto, pero las de la liniecita son confusas y uno termina comprando cinco para estar seguro, así que mejor hacer la inversión de la primera y enterarte de una buena o desgraciada vez. Yo compré tantas que estaba hecha un manojo de nervios cuando compré la que tenía palabras, (que cosa tan estúpida de mi parte de no hacerlo desde el principio cuando siempre me he sentido más cómoda con palabras que con números, que con símbolos, que con líneas, que con personas) salí de la farmacia de un centro comercial y literalmente me llevé una columna del estacionamiento con la parte de al frente de mi carro o más bien a la inversa. Yo sabía que sí, que sí lo estaba. No podía terminarme una botella de cerveza sin sentir que iba a explotar. No podía quedarme quieta sin quedarme dormida. Sentía miedo de que algo me pasara, de caerme, de tener un accidente, de indigestarme, de la nada. Veía bebés y se me erizaba la piel, todavía me pasa, debe ser como la gente que pierde una extremidad y siente que le sigue picando sin tenerla. Yo no quería ser mamá, siempre pensé que me faltaban (y todavía lo pienso) las cosas más fundamentales para serlo. Soy caótica, indisciplinada, impulsiva, no sé administrar mi dinero, ni mi tiempo, ni mi energía, tengo buen gusto para casi todo… zapatos, comida, alcohol, café, ropa, perfumes, literatura, cine, música casi siempre, tengo relativamente buen gusto en todo, menos en lo importante, menos en lo consecuente… cuenten lo que falta.

Mi mamá-mamá es maestra así que tenía quien me enseñara a serlo, pero he sido cabezota desde siempre y no aprendo mirando. Hace unos días escuché a un escritor vasco recitando “naciste cuando tenías 13 años y con una pizza” y la gente se rió muchísimo y yo literalmente me tragué las lágrimas. Porque encontré mi dolor. Mi dolor por este día no está en el vientre. No está en el intento accidental y fallido de vida. No está en ese bebé que vi como una señal del universo de que debía intentarlo una vez más y quedarme donde estaba porque ahora íbamos a tener algo nuestro. No está en la rabia que le tengo al idioma de que se diga “perdí el bebé”, “ella perdió”, como sumándole la culpa a uno, no es “se perdió”, y casi nadie dice “perdimos”, es “perdió”, yo perdí, como pierdo los espejuelos a diario, como pierdo el celular semanalmente, como pierdo el carro en un estacionamiento, como pierdo un cheque certificado de miles de dólares, como pierdo la paciencia en las agencias gubernamentales, como pierdo el pudor después de la quinta cerveza, como la gente pierde el interés en mí, como perdí el amor por no perder la cordura, como perdí la fe.

A mí me enseñó a ser madre un niño. Un niño que no nació del amor como en los cuentos. Un niño que no me habitó el vientre. Un niño sagitario como yo. Como sería el bebé que no se dio. Lo conocí a sus ocho meses. Compré prácticamente todo adorno existente de Nemo para celebrar su primer cumpleaños. Nos llevamos 19 años. Matemáticamente podría ser su mamá, pero no lo soy. No pudo cargar los anillos en mi boda, porque convenientemente se enfermó. Cuando empecé a quedarme con él no tenía la menor idea de qué hacer. No hay niños ni bebés en mi familia. No sabía cambiar un pañal y más de una vez el papá llegaba y lo encontraba con el pañal al revés. Me aterraba quedarme sola con él y en más de una ocasión cuando el niño lloraba y lloraba y no paraba de llorar, yo me sentaba a su lado con mis 21 años y lloraba también. Le pedía llorando que por favor parara de llorar porque me daba miedo que se le explotara la cabeza. Yo no sabía ni lavar una botella. Mi amiga que es la hermana mayor de una tropa me enseñó. Lo que tienes que hacer es dejar que el agua corra, el agua va entrando y saliendo hasta que el jabón completo es desplazado por el agua. Esta técnica la he aplicado a casi todas las áreas de mi vida. Tardó bastante en hablar por lo que sus rabietas eran constantes y continuas. Lo único que lo tranquilizaba lo aprendí casi por accidente. El nene se tiraba al piso a pataletear y a gritar y a llorar. Y un día como última medida desesperada me le tiré al lado y empecé a gritar y pataletear yo también, imitándolo. El niño que no tenía tres años dejó de llorar y se sentó a mirarme. Mami decía que yo estaba loca pero mis tácticas funcionaban.

Cuando empezó a hablar me decía magui. Nadie está muy seguro de por qué. Con él aprendí a hacer cremas como las de mi abuela y a sacarle la cáscara del limón antes de servírsela porque si le caía en la boca no había Dios que le metiera una cucharadita más. Aprendí a hacer la sopa con fideos finitos y sin sazón para que se parecieran a las de cajita que su mamá le hacía. Aprendí a hacer los espaguetis casi del mismo color de los que vienen en lata. Aprendí la cantidad exacta de avena molida que se le puede echar a la leche sin que el niño se dé cuenta y a echarle miel para que durmiera mejor. Aprendí a calentar crema humectante y a echarle esencia de menta para que pudiese respirar mejor porque tenía alergia y nadie lo había llevado a un doctor. Aprendí a hacer que mis manos no temblaran del miedo cuando le cortaba las uñas. Aprendí la paranoia de tapar cuanto filo y cuanto receptáculo pudiese lastimarlo. Aprendí a levantarme de la cama dos segundos antes de que empezara a llorar. Aprendí a meter las cosas calientes en el congelador para refrescárselas antes de dárselas. Aprendí a no llorar un domingo sí y uno no cuando lo tenía que entregar.

Tengo la esperanza de haber podido enseñarle un par de cosas, después de todo a sus cuatro años ya se sabía los nombres de cuanta especie yo usaba para cocinar, podía identificar el orégano, el perejil, el recao, el cilantro, los ajíes, las cebollas… sabía que la cebolla me hacía llorar y nunca entendió por qué la seguía usando y las veces que las cosas estaban tan imposibles que no pude dilatar el llanto a cuando él se fuera, se me acercaba con papel y me decía “es la cebolla magui verdad?” y yo le decía con el doble del llantén que sí mi amor, que sí. Debe ser el único niño de seis años en la faz de la tierra que puede cantar la canción: “Como yo te amo, como yo te amo, convéncete, convéncete, nadie te amará, nadie te amará…” completita y haciendo gesticulaciones y subiendo y bajando de tono. Tuve que reaprender a escribir con los lápices esos vulgares de pre-escolar para ayudarlo a practicar las letras más difíciles, porque como era de esperarse me tocaban las peores una semana sí y una no, la b, la d, la g, la k, la m, la p, la q, la s, la w, la z. Era frustrante y desesperante, pero en la casa yo era la única mayor de edad con falta de coordinación motora, lo cual me facilitaba entenderlo. Él fue mi maestro. Era él quien me decía a mí, ay magui, papá te va a regañar! Él fue quien le dijo al papá todas las veces, magui rompió el carro, magui hizo un desastre en la cocina, magui derramó el último huevo que quedaba, magui dijo una palabra feita, magui está llorando otra vez. Yo lo amo con admiración y respeto y él me ama con ternura y creo que en el fondo con un poco de pena.

Cuando yo me echaba a llorar por ver un animalito atropellado, él me decía: no hay razón para llorar, ese animalito no era tuyo! Y cuando tuve que decirle que a Amelie la había atropellado un carro y se había muerto (con mi típica inhabilidad de mentir o suavizar) me preguntó que dónde ella estaba y cuando le dije en el cielo de los perros sonrió, con conmiseración y me dijo: Ay magui, no hay un cielo de perros, sólo las personas van al cielo. Por mi culpa el niño no hacía las asignaciones si no se le cantaban canciones o se le echaban porras, por mi culpa el niño no se quería bañar si no era con burbujas, por mi culpa el niño comía con las manos (cuando el papá no estaba obviamente), por mi culpa el niño podía decir no me sirvas papas pero sí calabaza y zanahorias, por mi culpa el niño recoge las cosas del suelo con los dedos de los pies, por mi culpa el niño pronunció su primer “puñeta, por mi culpa cuando en un restaurante el mesero trae una bandeja llena de bebidas él dice la verde es de magui, por mi culpa antes de salir de la casa pregunta, tienes las llaves?, cartera?, celular? y cuando escucha una canción que sabe que a mí me gusta me dice: esa canción te mata verdad? Pues cántala, baja los cristales y cántala!

Ahora lo veo una vez al mes. Tengo una octava parte de una custodia indefinida. Durará mientras dure la buena voluntad de la madre. Ya no me pregunta por qué ya no vivo con papá. Pero le sigue diciendo abuelito y abuelita a mis padres, tío a mi hermano, abuelitita a mi abuela. Él me explicó el Alzheimer: Magui lo que pasa es que abuelitita, es la más pequeñita de todos nosotros porque es tan viejita, tan viejita, que es de nuevo bebé. Y yo derretida siempre, sobrecogida siempre, impresionada siempre. Cuando la veía que le dábamos comida decía: cómetelo todito abuelitita para que te pongas grande y fuerte. Y cuando le cambiábamos el pañal a mi abuela la regañaba: chica tienes que avisar cuando tengas que hacer pis! La última vez que lo vi me dijo que su mamá sabía muchas más cosas que yo, yo le dije que sin duda alguna. Le dije que las mamás siempre saben más y que como yo no soy mamá pues hay muchas cosas que no sé aún. (con ganas de decirle en el fondo que su mamá lo que tenía era un celular con Internet y una cosa que se llama Google) Pero gracias a él también he aprendido a editarme… Me echó el brazo y me sobó el pelo y me dijo: no te preocupes, que tú sabes hacer galletitas y eso, también es bueno.


Cuando me da trabajo dormir sola, porque a veces honestamente y para mi pesar me da trabajo dormir sola, lleno la cama de cojines, caliento las sábanas en la secadora y le echo una fragancia de lavanda y camomila a la cama. Cuando no puedo abrir un pote, le doy contra las paredes, lo meto bajo agua y si no lo puedo abrir lo rompo. Cuando no me puedo subir una cremallera en la parte de atrás de un vestido, me tiro a la cama y me retuerzo hasta que lo consigo. Cuando no puedo arreglar algo de la casa llamo a mi papá. Cuando me da asco sacar el filtro del fregadero lo cojo con papel toalla lo tiro en un cubo y le echo Clorox y no lo miro hasta el próximo día. Cuando siento nostalgia en el vientre pienso en lo espantosamente complicado que sería tener un bebé de seis meses sola en este momento de mi vida y me pregunto si me hubiese atrevido a salir de allí si ese bebé no hubiese escapado antes que yo. Cuando los viernes no tengo deseos de comer sola, pido la comida para llevar. Cuando me siento sola, agradezco la abrumante y hermosa libertad que tengo, la recién adquirida paz, la atroz espera de la que escapé, mi espacio caótico pero mío. Pero cuando extraño a Iván, no hay razones, no hay libertad, no hay malos ratos ni recuerdos dolorosos que me alivien.

El domingo día de las madres me despertó un mensaje de texto de mi mamá que decía: “si hay alguien capaz de hacer la diferencia, es una madre. Tú lo has sido para Iván y me consta. Papa Dios en su momento te recompensará. Te amo.” Fue la única felicitación que recibí. Mi mamá lamentable y agraciadamente hasta ahora siempre ha tenido la razón. Espero que esta vez no sea la excepción.